FUNDACIÓN TU NUEVA ALEGRÍA

FUNDACIÓN TU NUEVA  ALEGRÍA
Conoce la Fundación Tu Nueva Alegría

lunes, 26 de mayo de 2014

Capítulo 10

LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO

La cuestión en disputa

La versión de la vida del apóstol suministrada en sus cartas está ocupada en gran parte con una controversia que le costó mucha pena y empleó mucho de su tiempo durante años, pero de la cual Lucas dice poco.
En la fecha en que Lucas escribió ya era una controversia muerta, y pertenecía a otro departamento que aquel de que su historia trata.
Pero durante el tiempo en que era activa molestó a Pablo mucho más que viajes fatigosos o tumultuosos mares.
Estaba más acalorada hacia el fin de su tercer viaje, y las epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, puede decirse, eran evocadas por ella.
La Epístola a los Gálatas especialmente es un rayo arrojado contra los opositores de Pablo en esta controversia, y sus oraciones ardientes demuestran cuan profundamente era movido por el asunto.
La cuestión en disputa fue si se requería que los gentiles llegasen a ser judíos antes que pudieran ser cristianos; o, en otras palabras, si tenían que ser circuncidados para ser salvos.
Le Plació (Plugo) a Dios en los tiempos primitivos hacer elección de la raza judaica de entre las naciones, y constituirla en la depositaría de la salvación. Y hasta el advenimiento de Cristo, aquellos de otras naciones que querían ser partícipes de la verdadera religión tenían que buscar entrada como prosélitos en los límites sagrados de Israel.
Habiendo destinado esta raza para ser el guardián de la revelación, Dios tuvo que separarla muy estrictamente de todas las demás naciones y de todos los demás asuntos que pudieran distraer su atención del sagrado depósito que les había sido entregado.
Con este objeto normó su vida con reglas y ceremonias destinadas a hacerles un pueblo peculiar, diferente de todas las demás razas de la tierra.
Todos los detalles de su vida, sus formas de culto, sus costumbres sociales, su alimento, fueron prescritos para ellos, y todas estas prescripciones eran incorporadas en aquel vasto documento legal que llamaron la ley.
La rigurosa prescripción de tantas cosas, que naturalmente son dejadas al gusto de los hombres, era un yugo pesado sobre el pueblo escogido.
Fue una disciplina severa para la conciencia, y así lo creyeron ser los más activos espíritus de la nación.
Pero otros vieron en ella una divisa de orgullo. Les hizo sentir que eran los escogidos de la tierra, y superiores a los otros pueblos, y, en vez de gemir bajo el yugo como habrían hecho si sus conciencias hubieran sido muy tiernas, multiplicaron las distinciones del judío, aumentando el volumen de las prescripciones de la ley con otros muchos ritos.
Ser judío les pareció la señal de pertenecer a la aristocracia de las naciones.
Ser admitido a los privilegios de esta posición, era, a sus ojos, el más grande honor que podía ser conferido a cualquiera que no perteneciera a la república de Israel.
Todos sus pensamientos estaban encerrados en el círculo de esta arrogancia nacional.
Aun sus esperanzas mesiánicas llevaban el sello de estas preocupaciones.
Esperaban que sería el héroe de su nación, y concibieron que la extensión de su reino abrazaría las otras naciones en el círculo de la suya, por medio de la circuncisión.
Esperaban que todos los convertidos del Mesías se sujetaran a este rito nacional y adoptarían la vida prescrita en la ley y tradiciones judaicas; en resumen, su concepción del reino del Mesías era la de un mundo de judíos.
Por este mismo tenor iban indudablemente los sentimientos en Palestina cuando Cristo vino; y multitudes de los que aceptaron a Jesús como el Mesías e ingresaron en la iglesia cristiana, tenían estas concepciones como su horizonte intelectual.
Se habían hecho cristianos, pero no cesaban de ser judíos; todavía asistían al culto en el templo; oraban a las horas fijas, ayunaban ciertos días, se vestían al estilo del ritual judaico; se habrían creído manchados si hubieran comido con gentiles incircuncisos; y ellos no tenían otro pensamiento sino éste: sí estos gentiles se hicieren cristianos, deben circuncidarse y adoptar el estilo y las costumbres de la nación religiosa.

El arreglo de ella

Por Pedro.- La dificultad se arregló por la intervención directa de Dios en el caso de Cornelio, el centurión de Cesárea.
Cuando los mensajeros de Cornelio estaban en camino para ver al apóstol Pedro en Jope, Dios mostró a aquel jefe entre los apóstoles, por la visión del lienzo lleno de animales puros e impuros, que la iglesia cristiana había de recibir igualmente a circuncisos e incircuncisos.
En obediencia a este signo celestial, Pedro acompañó a los mensajeros del centurión a Cesárea, y vio tales evidencias de que Cornelio y su familia habían recibido realmente los dones cristianos de “la fe y del Espíritu Santo”, a pesar de ser incircuncisos, que no vaciló en bautizarlos considerándolos ya cristianos.
Cuando volvió a Jerusalén sus procedimientos levantaron la indignación entre los cristianos de persuasión estrictamente judaica.
Él se defendió relatando la visión del lienzo y apelando al hecho irrefutable de que estos gentiles incircuncisos demostraban por la posesión de la fe y del Espíritu Santo que ya eran verdaderos cristianos.

Este incidente debió haber dejado arreglada toda la cuestión una vez por todas; pero el orgullo de la raza y las prevenciones de una época no se dominan fácilmente.
Aunque los cristianos de Jerusalén admitieron la conducta de Pedro en este caso especial, dejaron de extractar de él el principio universal que implicaba; y aun Pedro mismo, como se ve después, no comprendió enteramente lo que envolvía en cuanto a su propia conducta.

Por Pablo.- Entre tanto, sin embargo, la cuestión había quedado arreglada en una mente mucho más fuerte y más lógica que la de Pedro.
Pablo, por este tiempo, había comenzado su trabajo apostólico en Antioquia, y poco después salió con Bernabé para efectuar su primer gran viaje misionero en el mundo pagano, y donde quiera que iban admitían gentiles en la iglesia cristiana aun cuando no fueran circuncisos.
Al hacer esto Pablo no copiaba la conducta de Pedro.
Él había recibido su evangelio directamente del cielo.
En las soledades de la Arabia, en los años inmediatamente siguientes a su conversión, había reflexionado acerca de este asunto, y había llegado a conclusiones mucho más radicales que las que hubieran entrado en las mentes de cualquiera de los otros apóstoles.
A él mucho más que a cualquier otro de ellos le había parecido la ley un yugo de servidumbre; vio que no era más que una rígida preparación para el cristianismo, no una parte de él; había en su mente un golfo profundo de contrastes entre la miseria y maldición de un estado y el gozo y libertad del otro.
Para él, imponer el yugo de la ley a los gentiles habría sido destruir el mismo genio del cristianismo; habría sido la imposición de condiciones para la salvación totalmente diferentes de lo que él sabía que era la única condición en el evangelio.
Estas fueron las profundas razones que establecieron el asunto en esta gran inteligencia.
Además, como hombre que conocía el mundo, y cuyo corazón estaba puesto en ganar a los gentiles para Cristo, sentía mucho más fuertemente que los judíos de Jerusalén, con su horizonte provincialista, cuan fatal sería para el éxito del cristianismo imponer las condiciones que ellas querían, fuera de Judea.
Los orgullosos romanos, los griegos de elevada inteligencia, nunca habían consentido en ser circuncidados ni en sujetar su vida a los reducidos límites de la tradición judaica; una religión embarazada por tantas trabas nunca podría llegar a ser la religión universal.

Por el Concilio de Jerusalén. - Pero cuando Pablo y Bernabé volvieron de esta expedición, a Antioquia, encontraron que se necesitaba establecer decisivamente la cuestión, porque los cristianos de origen estrictamente judaico venían de Jerusalén a Antioquia, diciendo a los gentiles convertidos que no podrían ser salvos a menos que se circuncidaran.
De esta manera los alarmaron, haciéndoles creer que les faltaba algo para el bienestar de sus almas, y confundiéndoles acerca de la sencillez del evangelio.
Para calmar conciencias tan inquietas, resolviese que se apelaría a los principales apóstoles en Jerusalén, y Pablo y Bernabé fueron enviados a dicha ciudad para procurar una decisión.
Este fue el origen de lo que se llama el Concilio de Jerusalén, en el cual se resolvió autoritativamente la cuestión.
La decisión de los apóstoles y ancianos estuvo en armonía con la práctica de Pablo: “No se requeriría de los gentiles la circuncisión; solamente debían comprometerse a la abstención de carnes ofrecidas a los ídolos, de la fornicación, y de la sangre”.
Pablo accedió a estas condiciones.
Realmente no veía mal en comer carne que hubiera sido ofrecida en sacrificios idolátricos, cuando estaba expuesta de venta en el mercado; pero las fiestas en los templos de los ídolos que a menudo eran seguidas de actos horribles de sensualidad, a los que se aludía al prohibir la fornicación, eran tentaciones contra las cuales debían ser amonestados los conversos del paganismo.

La prohibición de la sangre — Es decir, de comer carne de animales cuya sangre no se había apartado— fue una concesión a una preocupación extrema de los judíos, a la que, como no envolvía ningún principio, no creyó necesario oponerse.
Así es que la agitada cuestión pareció haber sido resuelta por una autoridad tan augusta que no admitía objeción alguna.
Si Pedro, Juan y Santiago, las columnas de la iglesia en Jerusalén, así como Pablo y Bernabé, jefes de la misión gentil, llegaban a una decisión unánime, todas las conciencias quedarían satisfechas y los oposicionistas callarían.

Esfuerzos para desarreglarla

Nos llena de asombro descubrir que aun este arreglo no fue final.
Parece que aun en los tiempos aquellos se le hizo una oposición feroz por algunos que estuvieron presentes en la junta donde se discutía, y aunque la autoridad de los apóstoles determinó la nota oficial que fue remitida a las iglesias distantes, la comunidad cristiana en Jerusalén estaba agitada por tormentas de terrible oposición.
Y ni siquiera duró poco la oposición; al contrario, crecía cada vez más.
Estaba alimentada por fuentes abundantes. El terrible orgullo y prevención nacionales la sostenían.
Probablemente era nutrida por un interés propio, porque los cristianos judaicos vivirían en mejores términos con los judíos no cristianos mientras menor fuera la diferencia entre ellos; la convicción religiosa convirtiéndose rápidamente en fanatismo la fortalecía también; y muy pronto fue reforzada por todo el rencor del odio y el celo de la propaganda.
Pues esta oposición se levantó a tal altura, que los opositores resolvieron por último enviar propagandistas a visitar las iglesias gentiles una por una, y en contradicción a la prescripción oficial de los apóstoles, amonestarles, diciéndoles que estaban poniendo en peligro sus almas por omitir la circuncisión y que no podrían gozar de los privilegios del verdadero cristianismo a menos que guardaran la ley judaica.
Por años y años estos emisarios del mezquino fanatismo, que se creía ser el único cristianismo genuino, se difundieron entre todas las iglesias fundadas por Pablo en el mundo pagano.
Su obra no era fundar iglesias por sí mismos; no tenían nada de la habilidad exploradora de su gran rival; su objeto era introducirse en las comunidades cristianas que Pablo había fundado y ganarlas para sus opiniones reducidas.
Espiaban los pasos de Pablo a donde quiera que él fuera, y por muchos años le fueron causa de inexplicable pena.
Murmuraban al oído de sus convertidos que su versión del evangelio no era la verdadera y que no debían confiarse en su autoridad. ¿Era él uno de los doce apóstoles? ¿Había estado en compañía de Cristo?
Ellos pretendían aparecer como los que traían la verdadera forma del cristianismo de Jerusalén, el centro sagrado; y no tenían escrúpulos en aparentar que habían sido enviados por los apóstoles.
Y así desviaban precisamente las partes más nobles de la conducta de Pablo hacia sus propósitos.
Por ejemplo, el hecho de que rehusara aceptar dinero por sus servicios, lo imputaban a un sentido de su propia falta de autoridad; los verdaderos apóstoles recibían siempre paga.
De igual manera torcían su abstinencia del matrimonio.
Eran hombres hábiles para la obra que habían asumido; tenían lenguas blandas, insinuantes; podían asumir un aire de dignidad y no se detenían en nada.
Desgraciadamente sus esfuerzos no eran estériles en modo alguno.
Alarmaban las conciencias de los convertidos de Pablo, y envenenaban sus mentes contra él.
Con especialidad la iglesia Gálata les fue como una presa; y la iglesia de Corinto se permitió volverse contra su fundador.
Pero realmente la defección se había pronunciado más o menos en todas partes.
Parecía como si toda la construcción que Pablo había levantado con años de trabajo estuviera viniéndose al suelo.
Esto era lo que él creía que estaba sucediendo.
Aunque estos hombres se llamaban cristianos, Pablo negaba expresamente su cristiandad.
Su evangelio era otro; si sus convertidos lo creían, les aseguraba que habían caído de la gracia, y en los términos más solemnes pronunció una maldición contra los que así estaban destruyendo el templo de Dios que él había construido.

Pablo vence a sus opositores.

Él no era, sin embargo, el hombre que había de permitir tal seducción entre sus convertidos sin hacer los mayores esfuerzos para contrarrestarla.
Se apresuraba, siempre que podía, a ver las iglesias en donde hubiera entrado; les mandaba mensajeros para volverlos otra vez a su deber; sobre todo, escribía cartas a las que se encontraban en peligro; cartas en las cuales se ejercitaban hasta lo sumo sus extraordinarios poderes intelectuales.
Discutía el asunto con todos los recursos de la lógica y de la Escritura; exponía a los seductores con una agudeza que cortaba como el acero, y los abatía con salidas de ingenio sarcástico; se arrojaba a los pies de sus convertidos y con toda la pasión y ternura de su poderoso corazón imploraba de ellos que fueran fieles a Cristo y a él.
Poseemos los registros de estas ansiedades en nuestro Nuevo Testamento; y no podemos menos de sentir mucha gratitud hacia Dios y una extraña ternura hacia Pablo al pensar que de sus pruebas dolorosas nos haya venido tan preciosa herencia.
Es, sin embargo, consolador, saber que tuvo éxito.
Por perseverantes que fueran sus enemigos, él fue más que igual a ellos.
El odio es fuerte, pero el amor es todavía más fuerte.
En sus escritos posteriores las señales de oposición son muy débiles o enteramente nulas; había dado lugar a la polémica irresistible de Pablo, y hasta sus vestigios habían sido barridos del suelo de la iglesia.
Si los hechos no hubieran sucedido así el cristianismo habría sido un río perdido en las arenas de las preocupaciones cerca de su mismo nacimiento; sería en nuestros días una secta judaica olvidada en lugar de ser la religión del mundo.

Una rama subordinada de la cuestión: La relación de los judíos cristianos con la ley

A este punto podemos contraer claramente el curso de su controversia. Pero hay otra rama de ella, acerca de cuyo verdadero curso es difícil saber toda la verdad.
¿Cuál era la relación de los judíos cristianos hacia la ley, según la doctrina y predicación de Pablo? ¿Era su obligación abandonar las prácticas por las cuales habían sido obligados a regular sus vidas, y abstenerse de circuncidar a sus hijos y de enseñarles a guardar la ley?
Esto parecía implícito en los principios de Pablo.
Si los gentiles podían entrar en el reino de Dios sin guardar la ley, no era necesario que los judíos la guardaran.
Si la ley era una disciplina severa que intentaba atraer a los hombres hacia Cristo, su obligación cesaba cuando se había llenado este propósito.
La sujeción y la tutela cesaron tan pronto como el hijo entró en posesión de su herencia.
Es cierto, sin embargo, que los otros apóstoles y la masa de los cristianos en Jerusalén no realizaron esto por muchos días.
Los apóstoles habían convenido en no exigir de los cristianos gentílicos la circuncisión y el cumplimiento de la ley.
Pero ellos mismos la cumplían y esperaban que todos los judíos hicieran lo mismo.
Esto envolvía una contradicción de ideas y condujo a tristes consecuencias prácticas; y si hubiera continuado, o si Pablo se hubiera rendido a ella, habría dividido la iglesia en dos secciones, una de las cuales habría visto mal a la otra.
Porque era parte de la estricta observación de la ley rehusar comer con los incircuncisos; y los judíos habrían rehusado sentarse a la misma mesa de los que reconocían como sus hermanos cristianos.
Esta contradicción llegó, pues, a una crisis formal.
Sucedió que el apóstol Pedro estaba una vez en Antioquia, y al principio se mezcló libremente en roce social con los cristianos gentílicos.
Pero algunos más intransigentes, que habían venido de Jerusalén, lo acobardaron de tal manera que se retiró de la mesa gentil y se mantuvo lejos de sus compañeros en el cristianismo.
Aun Bernabé fue desviado por la misma tiranía del fanatismo.
Pablo sólo fue fiel a los principios de la libertad en el evangelio.
El resistió a Pedro y le echó en cara la inconsecuencia de su conducta.
Pablo, sin embargo, nunca sostuvo, en realidad, una polémica contra la circuncisión y la observancia de la ley entre los judíos; esto era lo que se decía de él entre sus enemigos, pero era un falso informe.
Cuando llegó a Jerusalén, al concluir su tercer viaje misionero, el apóstol Santiago y los ancianos le informaron del mal que estas versiones estaban causando a su buen nombre, y le aconsejaron que las desmintiera públicamente, diciendo en palabra extraordinaria:
"Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celadores de la ley. Mas fueron informados acerca de ti, que enseñas a apartarse de Moisés a todos los judíos que están entre los gentiles, diciéndoles que no han de circuncidar a los hijos, ni andar según la costumbre. Haz, pues, esto que te decimos. Hay entre nosotros cuatro hombres que tienen voto sobre sí: tomando a éstos contigo, purifícate con ellos, y gasta con ellos para que rasuren sus cabezas, y todos entiendan que no hay nada de lo que fueron informados acerca de ti, sino que tú también andas guardando la ley". Pablo cumplió este consejo y siguió la regla que le recomendó Santiago. Esto prueba claramente que nunca consideró como parte de su obra disuadir a los judíos el vivir como tales. Puede pensarse que debía haberlo hecho así; que sus principios requerían una dura oposición a todo lo asociado con la dispensación que había pasado. Él lo entendía de una manera diferente, y lo encontramos aconsejando a los circuncidados que eran llamados al reino de Cristo que no se hicieran incircuncisos, y a aquellos que habían sido llamados en incircuncisión que no se sometieran a la circuncisión; y la razón que da es que la circuncisión no es nada y la incircuncisión tampoco. La distinción para él, bajo un punto de vista religioso, no era mayor que la distinción de sexo y la distinción de esclavo y señor. En una palabra, no tenía ningún significado religioso para él. Sin embargo, si un hombre prefería el modo judaico de vivir como una nota de su nacionalidad, Pablo no tenía disputa con él; antes bien quizá le prefería en cierto grado. No tomaba partido contra sus meras formas; solamente si ellas se interponían entre el alma y Cristo o entre un cristiano y sus hermanos, era su opositor seguro. Pero sabía que la libertad podía convertirse en instrumento de la opresión a semejanza del cautiverio, y por esa razón en cuanto a las viandas, por ejemplo, escribió aquellas nobles recomendaciones de abnegación en favor de las conciencias débiles y escrupulosas, que están entre los más conmovedores testimonios de su perfecto desinterés.
Aquí tenemos, en verdad, un hombre tan eminentemente heroico, que no es cosa fácil definirlo. Por su visión clara de las líneas de demarcación entre lo antiguo y lo nuevo en la gran crisis de la historia humana, y por su defensa decisiva de los principios cuando envolvían consecuencias reales, vemos en él la más genial superioridad a meras reglas formales, y la más alta consideración para los sentimientos de aquellos que no veían como él podía ver. De un solo golpe él se había hecho libre de la servidumbre del fanatismo; pero no cayó nunca en el fanatismo de la libertad, y siempre tuvo a la vista fines mucho más elevados que la pura lógica de su propia posición.


Estando en medio del Huracán<

"Cuando un huracán azota hay viento, lluvia y todo lo que se relacione con este fenómeno atmosférico. Pero hay algo muy interesante dentro de ese fenómeno que podemos ver. Y es que dentro del "OJO" del huracán hay hasta una paz, aunque se puedan sentir los vientos moderados de este. Hay poca o moderada precipitación. Inclusive se pueden ver las estrellas y hasta el cielo azul.

Cuando los huracanes llegan a nuestra vida encontramos que los vientos son tan fuertes, devastadores e inclusive peligrosos si vivimos en un hogar donde la orden del menú es la violencia.

En situaciones como estas nos desesperamos, nos entra el miedo y creemos que nunca podremos salir de estos problemas que nos agobian. Nos sentimos solos y sentimos que el mundo (nuestro entorno) no nos va a entender, callamos por el que dirán. Nos enfrentamos a estas situaciones siempre solos sin saber a dónde ir y a quien correr. Nos sentimos hasta avergonzados.

El huracán podrá rugir como león, podrá querer arrancarnos de la raíz, y distorsionar los pensamientos. Así mismo son nuestros problemas, como huracanes, llegan sin aviso aun nosotros sabiendo que la Palabra nos advierte: " en el mundo tendréis aflicción." Nuestra naturaleza humana nos hace huir y tener miedo, pavor. El instinto de sobre vivencia se hace más fuerte cuando nos encontramos en medio de los huracanes. También sabemos por la Palabra que el enemigo de las almas vino a matar, robar y destruir.

En medio del huracán hay un lugar donde te puedes refugiar y calmar esos miedos hasta que venga el otro azote. Es ahí donde Cristo te espera para darte ese puerto seguro, una cobija para que no te mojes, un escudo para protegerte de los dardos del enemigo. Es la calma después de la tormenta pero también es la calma antes de la tormenta, es ahí donde te fortaleces con la fuerza de Dios para el "segundo, el tercero y así sucesivamente los "rounds" que tengas que tener.

Recuerda que sin las pruebas no hay crecimiento, que sin las pruebas no hay conocimiento. Seremos vituperados hasta que Cristo venga por su iglesia o nos vayamos con Él.

No le temas a los huracanes de la vida, es en ellos que Dios se glorifica. En ellos aprendemos a tener FE, PACIENCIA. Aprendemos a depender más de Cristo y menos en nosotros. Es confiar en Dios a pesar de lo que nuestros ojos vean, nuestro yo interno este pasando.


Respira profundo, sacude de ti el miedo y enfrenta los huracanes de la vida, busca ese "OJO" que es Cristo, ese lugar de tranquilidad y veras como el miedo se va, y entra en ti una fortaleza que viene de Dios para enfrentarte a cualquier situación aceptando que es Dios quien pelea por ti. Dios te Bendiga."

lunes, 12 de mayo de 2014


Capítulo 9

CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA

La vista exterior e interior de la historia

El viajero en una ciudad extranjera anda por las calles con el libro de guía en la mano, examinando los monumentos, iglesias, edificios públicos, y el exterior de las casas, y de esta manera se supone que se informa bien de la ciudad; pero al reflexionar hallará que ha aprendido muy poco, porque no ha estado dentro de las casas.
No sabe cómo vive la gente, ni qué clase de muebles tienen, ni qué clase de alimentos comen, ni mucho menos cómo aman, qué cosas admiran y siguen, ni si están contentos con su condición.
Al leer la historia, uno se pierde con frecuencia, porque solamente se ve la vida externa. La pompa y el brillo de la corte, las guerras hechas, y las victorias ganadas, los cambios en la constitución y el levantamiento y caída de administraciones, están fielmente registrados; pero el lector siente que podría aprender mucho más de la verdadera historia del tiempo, si pudiera ver por una sola hora lo que está pasando bajo los techos del campesino, del comerciante, del clérigo y del noble.

En la historia de las Escrituras se halla la misma dificultad.
En la narración de los Hechos de los Apóstoles recibimos relaciones vivas de los detalles externos de la historia de Pablo.
Somos llevados rápidamente de ciudad en ciudad e informados de los incidentes de la fundación de las varias iglesias, pero algunas veces no podemos menos que desear detenernos para aprender lo que está dentro de una de estas iglesias.
En Páfos o Iconio, en Tesalónica, Berea o Corinto, ¿cómo iban las cosas después que Pablo las dejó ¿A qué se asemejaban los cristianos y cuál era el aspecto de sus cultos?
Felizmente nos es posible obtener esta vista interior. Como la narración de Lucas describe el exterior de la carrera de Pablo, así las Epístolas de este apóstol nos permiten ver sus aspectos interiores.
Ellas escriben de nuevo la historia, pero bajo otro plan. Este es el caso especialmente en las Epístolas que fueron escritas al fin de su tercer viaje, las cuales inundan de luz el período de tiempo ocupado con todos sus viajes.
En adición a las tres epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, hay otra que pertenece a la misma época de su vida, la primera a los Corintios, que, puede decirse, nos transporta dos mil años atrás, y, colocándonos sobre una ciudad griega, en la que hubo una iglesia cristiana, quita el techo del lugar de reunión de los cristianos y nos permite ver lo que está pasando en su interior.

Una iglesia cristiana en una comunidad pagana

Extraño es el espectáculo que vemos desde este lugar de observación.
Es la tarde del sábado, pero por supuesto la ciudad pagana no conoce ningún sábado.
Han cesado las actividades del puerto, y las calles están llenas de los que buscan una noche de placeres, pues ésta es la ciudad más corrompida de aquel mundo antiguo corrompido.
Centenares de comerciantes y marineros de países extranjeros se pasean.
El alegre joven romano, que ha cruzado el mar para pasar un rato de orgía en esta París antigua, guía su ligero carro por las calles.
Si es el tiempo de los juegos anuales se ven grupos de atletas rodeados de sus admiradores que discuten las probabilidades de ganar las coronas codiciadas.
En tal cálido clima, todos, ancianos y jóvenes, están fuera de sus casas gozando la hora de la tarde, mientras el sol, bajando sobre el Adriático, arroja su luz áurea sobre los palacios y templos de la rica ciudad.

El lugar de reunión. — Entre tanto, la pequeña compañía de cristianos viene de todas direcciones hacia su lugar de cultos, porque es su hora de reunión.
El lugar en donde celebran sus cultos no se levanta muy conspicuamente ante nuestra vista, pues no es un magnífico templo, como aquellos de que está rodeado; no tiene siquiera las pretensiones aun de la vecina sinagoga.
Quizás en un gran cuarto en una casa particular o el almacén de algún comerciante cristiano que se ha preparado para la ocasión.

Las personas presentes. — Mirad a vuestro derredor, y ved los rostros.
Desde luego discerniréis una distinción marcada entre ellos.
Algunos tienen las facciones peculiares del judío, mientras los demás son gentiles de varias nacionalidades.
Los últimos constituyen la mayoría.
Pero examinadles más de cerca, y notaréis otra distinción: algunos llevan el anillo que denota que son libres, mientras otros son esclavos, y los últimos predominan.
Aquí y allí, entre los miembros gentiles, se ve uno con las facciones regulares del griego, quizá sombreadas con la meditación del filósofo, o distinguidas por la seguridad de las riquezas; pero no se hallan allí muchos grandes, ni muchos poderosos, ni muchos nobles: la mayoría pertenece a lo que, en esta ciudad pretenciosa, sería contado como las cosas necias, débiles, viles y despreciadas de este mundo; son esclavos, cuyos antecesores no respiraban el transparente aire de Grecia, sino vagaban en hordas de salvajes en las orillas del Danubio o del Don.
Pero notad una cosa más en todos los rostros: las terribles señales de su vida pasada.
En una moderna congregación cristiana se ve en las caras de algunos aquella característica peculiar que la cultura cristiana, heredada de muchos siglos, ha producido; solamente aquí y allí puede verse una cara en cuyos lineamientos está escrita la historia de borracheras o de crímenes.
Pero en esta congregación de Corinto estos terribles jeroglíficos se ven por todas partes. "¿No sabéis", les escribe Pablo, "que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios; y esto erais algunos".
Mirad a aquel alto y pálido griego, se ha arrastrado por el lodo de los vicios sensuales.
Mirad a aquel escita de frente baja, ha sido ladrón y encarcelado.
Sin embargo, ha habido un gran cambio. Otra historia, además del registro del pecado, está escrita en estos rostros.
"Más ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios."
Escuchad; están cantando; es el Salmo XL: "Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso". Con cuánto entusiasmo cantan estas palabras! ¡Qué gozo reflejan sus caras! Saben que son monumentos de la gracia libre y el amor entrañable del moribundo Salvador.

Los cultos.- Pero supongámosles reunidos; ¿cómo proceden al culto? Había la diferencia entre sus servicios y los nuestros, de que en lugar de nombrar una persona que dirigiera el culto —ofreciendo oraciones, predicando, y dando salmos— todos los hombres que se encontraban presentes tenían la libertad de contribuir con su parte.
Tal vez había un jefe o persona encargada de presidir; pero un miembro podía leer una porción de las Escrituras, otro ofrecer una oración, un tercero dirigir un discurso, un cuarto comenzar un himno, y así sucesivamente.
No parece que haya habido un orden fijo en que se sucedieran las diferentes partes del culto; cualquier miembro podía levantarse para conducir a la compañía en alabanza, oración, meditación, etc., según sus sentimientos.
Esta peculiaridad se debía a otra gran diferencia entre ellos y nosotros: los miembros estaban dotados de dones extraordinarios.
Algunos de ellos tenían el poder de hacer milagros, tales como curar enfermos.
Otros poseían un don extraño llamado el don de lenguas. No se sabe bien lo que esto era; pero parece haber sido una expresión arrebatadora, en la cual el orador emitía una apasionada rapsodia por medio de la cual sus sentimientos religiosos recibían a la vez expresión y exaltación.
Algunos de los que poseían este don no podían decir a los otros el significado de lo que decían, pero otros tenían este poder adicional; y había otros que, aunque no hablaban en lenguas ellos mismos, eran capaces de interpretar lo que hablaban los oradores inspirados.
Había también miembros que poseían el don de profecía; una dádiva muy valiosa. No era el poder de predecir los eventos futuros, sino una facultad de elocuencia apasionada, cuyos efectos eran algunas veces maravillosos: cuando un incrédulo entraba en la reunión y escuchaba a los profetas, era arrebatado por una emoción irresistible, los pecados de su vida pasada se levantaban ante él, y cayendo sobre su rostro confesaba que Dios, en verdad, estaba entre ellos.
Otros miembros ejercían dones más parecidos a los que conocemos hoy tales como el don de enseñar, de administrar, etc.
Pero en todo caso parece haber sido una especie de inmediata inspiración, de manera que lo que hacían no era efecto de cálculo, ni de preparativos, sino de un fuerte impulso natural.
Estos fenómenos son tan notables que si se narraran en una historia, suscitarían en la fe cristiana un gran obstáculo.
Pero la evidencia de ellos es incontrovertible; nadie, escribiendo a la gente acerca de su propia condición, inventa una descripción fabulosa de sus circunstancias; y además, Pablo estaba escribiendo más bien para restringir que para aumentar estas manifestaciones.
Ellas demuestran con qué poderosa fuerza el cristianismo, a su entrada en el mundo, tomó posesión de los espíritus que tocaba.
Cada creyente recibía, generalmente en el bautismo cuando las manos del que bautizaba estaban puestas sobre él, su don especial, que ejercía indefinidamente si continuaba fiel.
Era el Espíritu Santo, derramado sobre ellos sin medida, quien entraba en sus espíritus y distribuía estos dones entre ellos tan diversamente como quería; y cada miembro tenía que hacer uso de su don para el bien de todos los demás.

Luego que se concluían los servicios que acabamos de describir, los creyentes se sentaban para tener una fiesta de amor, que concluía con el partimiento del pan en la cena del Señor; y entonces, después de un beso fraternal, se iban a sus hogares.
Era una escena memorable, llena de amor fraternal y vivificado por el poder del Espíritu Santo.
Mientras los cristianos se dirigían a sus hogares entre los grupos descuidados de la ciudad gentílica, tenían la conciencia de haber experimentado lo que los ojos no habían visto ni los oídos habían escuchado.

Abusos e irregularidades. — Pero la verdad pide que se muestre el lado oscuro lo mismo que el brillante.
Había abusos e irregularidades en la iglesia, que es doloroso recordar.
Eran debidos a dos cosas: los antecedentes de los miembros, y la mezcla en la iglesia de los elementos judío y gentil.
Si se recuerda cuán grande fue el cambio que la mayor parte de los convertidos había experimentado al pasar de la adoración de los templos paganos a la pura y simple adoración del cristianismo, no sorprenderá que su antigua vida quedara todavía algo adherida a ellos, o que no distinguiesen claramente qué cosas necesitaban ser cambiadas y cuáles podían seguir como antes.

De la vida doméstica.- Sin embargo, nos admira saber que algunos de ellos vivían en una deplorable sensualidad, y que los más filosóficos defendían esto en principio.  
Una persona, aparentemente rica y de buena posición, vivía públicamente en una relación que habría escandalizado aun a los gentiles; y aunque Pablo escribió, indignado, que se le excomulgase, la iglesia dejó de obedecer, aparentando haber interpretado mal la orden.
Otros habían sido halagados e invitados para volver a tomar parte en las fiestas de los templos idolátricos, a pesar de su compañía en la embriaguez y orgías.
Se escudaban con el pretexto de que ya no comían los elementos en la fiesta en honor de los dioses, sino simplemente como una vianda ordinaria, y argüían que tendrían que salir del mundo si no se asociaban alguna vez con los pecadores.
Es evidente que estos abusos pertenecían a la sección gentílica de la iglesia.
En la sección judaica, por otra parte, había dudas y escrúpulos extraños acerca de los mismos asuntos.
Algunos, por ejemplo, escandalizados con la conducta de sus hermanos gentiles, iban al extremo opuesto denunciando completamente el matrimonio, y levantando ansiosas cuestiones acerca de si las viudas se podrían casar de nuevo, si un cristiano casado con una mujer pagana debía divorciarse, y otros puntos por el estilo.
Mientras algunos de los convertidos gentiles estaban participando de las fiestas de los ídolos, algunos de los judaicos tenían escrúpulos acerca de comprar carne en el mercado, que hubiera sido ofrecida en sacrificio a los ídolos, y censuraban a sus hermanos que se permitían semejante libertad.

Dentro de la iglesia. — Estas dificultades pertenecieron a la vida doméstica de los cristianos; pero en sus reuniones públicas también hubo graves irregularidades.
Los mismos dones del Espíritu eran convertidos en instrumentos de pecado; porque los que poseían los más atractivos dones, tales como los de milagros y lenguas, eran demasiado afectos a exhibirlos, y los volvieron motivos de jactancia.
Esto produjo confusión y aun desorden, porque algunas veces dos o tres de los que hablaban en lenguas emitían a la vez sus exclamaciones ininteligibles, de suerte que, como dijo Pablo, si entrara en sus reuniones algún extraño diría que todos estaban locos.
Los profetas hablaban hasta el fastidio, y muchos se apresuraban a tomar parte en los cultos.
Pablo tuvo que reprender estas extravagancias muy severamente, insistiendo en el principio de que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas, y que por este motivo el impulso espiritual no era excusa para el desorden.
Pero hubo otras cosas todavía peores en la iglesia.
Aun la sagrada cena del Señor era profanada. Parece que los miembros tenían la costumbre de llevar consigo a la iglesia el pan y el vino que se necesitaban para este sacramento.
Pero los ricos llevaban en abundancia y de lo más escogido: y, en lugar de esperar a sus hermanos más pobres y participar con ellos, comenzaban a comer y beber de una manera tan glotona que la mesa del Señor algunas veces resonaba con borracheras y tumultos.
Otro rasgo oscuro tiene que añadirse a este triste cuadro.
A pesar del beso fraternal con que terminaban sus reuniones habían caído en rivalidades y contiendas. Sin duda esto era debido a los elementos heterogéneos reunidos en la iglesia. Pero se permitió ir al extremo.
Hermanos litigaban contra hermanos en las cortes paganas en vez de buscar el arbitraje de algún amigo cristiano.
El cuerpo de los miembros se dividió en cuatro facciones teológicas.
Algunos llevaban el nombre de Pablo; éstos trataban los escrúpulos de sus hermanos más débiles acerca de la comida y otras cosas, con desdén.
Otros tomaron el nombre de Apolonios, de Apolos, un maestro elocuente de Alejandría, el cual visitó a Corinto entre el segundo y tercer viaje de Pablo.
Estos eran del partido filosófico, negaban la doctrina de la resurrección, porque creían que era absurdo suponer que los átomos esparcidos del cuerpo muerto pudieran reunirse.
El tercer partido tomó el nombre de Pedro, o Cefas, como en su purismo hebreo prefirieron llamarle. Estos eran judíos apocados que objetaron a la liberalidad de las opiniones de Pablo.
El cuarto partido pretendió ser superior a todos los demás, y se llamaron simplemente cristianos.
Estos eran los sectarios más intransigentes de todos, y rechazaron la autoridad de Pablo con malicioso desdén.

Inferencias

Tal es el variado cuadro de una de las iglesias de Pablo, presentado en una de sus epístolas, y que nos muestra varias cosas con mucha expresión.
Muestra, por ejemplo, cuan excepcionales eran su mente y su carácter aun en aquella época, y qué bendición para la naciente iglesia eran sus dones y gracias de sentido común, de grande simpatía unida con firmeza concienzuda, de pureza personal, y de honor.
Muestra que no hemos de buscar la "edad de oro" del cristianismo en el pasado sino en el futuro.
Muestra cuan peligroso es creer que la regla de costumbres eclesiásticas de aquella época debe normar todas las épocas.
Evidentemente todas las costumbres eclesiásticas estaban en su edad experimental.
En verdad, en los últimos escritos de Pablo encontramos el cuadro de un estado de cosas muy diferente, en que el culto y la disciplina de la iglesia estuvieron mucho más fijos y arreglados.
No debemos remontarnos a este tiempo primitivo para encontrar el modelo de la maquinaria eclesiástica, sino para ver un espectáculo de poder espiritual nuevo y transformador.
Esto es lo que siempre atraerá hacia la edad apostólica los ojos de los cristianos, pues el poder del Espíritu Santo obraba en todos los miembros; emociones desconocidas llenaban todos sus pechos, y todos sentían que la mañana de una nueva revelación les había visitado; vida, amor y luz, se difundían por todas partes.
Aun los vicios de la iglesia eran debidos a las irregularidades de la vida abundante, por falta de la cual, el orden inanimado de muchas generaciones subsecuentes ha sido una débil compensación.

Digamos las palabras del Apóstol Pablo "y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí".


lunes, 5 de mayo de 2014


Capítulo 8

SUS ESCRITOS Y SU CARÁCTER

Sus escritos

Su principal período literario.- Se ha hecho notar que el tercer viaje misionero de Pablo terminó con una visita a las iglesias de Grecia.
Esta visita duró varios meses, pero la historia de ella en los Hechos está incluida en dos o tres versículos.
Es probable que no abundara en aquellos incidentes excitantes que naturalmente inducen al biógrafo a entrar en detalles.
Sin embargo, sabemos por otras fuentes que esa fue tal vez la época más importante de la vida de Pablo; pues durante este medio año escribió la más grande de todas sus epístolas, la de los Romanos, y otras dos de casi igual interés, la de los Galatas y la segunda de los Corintios.

Así hemos entrado en la porción de su vida más señalada por la obra literaria. Por grande que sea la impresión de la notabilidad de este hombre, producida por el estudio de su historia — Cuando se apresura de provincia en provincia, de continente en continente, sobre la tierra y el mar, en persecución del objeto a que se había dedicado—
Esta impresión se hace mucho más profunda cuando recordamos que, al mismo tiempo, fue el pensador más grande de su época, si es que no lo fue de cualquiera época, y que en medio de sus trabajos exteriores estaba produciendo escritos que desde entonces han figurado entre las fuerzas intelectuales más poderosas del mundo, y cuya influencia crece todavía.
Bajo este concepto, Pablo se levanta sobre todos los demás evangelistas y misioneros.
Algunos de ellos pueden haberse aproximado a él en ciertos aspectos: Javier o Livingstone en el instinto de conquistar el mundo, San Bernardo o Whitefield en la consagración y actividad; pero pocos de estos hombres añadieron una sola idea nueva a las creencias del mundo, mientras Pablo, igualándoles en su línea especial, dio a la humanidad un nuevo mundo de pensamientos.
Si sus epístolas pereciesen, la pérdida para la literatura sería la más grande posible, con una sola excepción —la de los Evangelios— que registran la vida, las palabras y la muerte de nuestro Señor Jesucristo.
Ellas han estimulado la mente de la iglesia como ningún otro escrito lo ha hecho, y han esparcido en el suelo del mundo multitud de semillas, cuyo fruto es ahora la posesión general de los hombres.
De ellas se han originado los lemas de progreso en todas las reformas que la iglesia ha experimentado.
Cuando Lutero despertó a Europa del sueño de los siglos, fue con una palabra de Pablo; y cuando, hace cien años, Escocia fue levantada de la casi completa muerte espiritual, fue llamada con la voz de hombres que habían vuelto a descubrir la verdad en las páginas de Pablo.

La forma de sus escritos. — Sin embargo, al escribir sus epístolas, Pablo mismo puede haber  tenido poca idea de la influencia que habían de tener en el futuro.
Las escribió simplemente a demanda de su obra.

En el sentido más estricto de la palabra, fueron cartas escritas para responder a ocasiones particulares, y no escritos formales cuidadosamente proyectados y ejecutados con vista de la fama o del porvenir.
Son buenas cartas, ante todo, producto del corazón; y fue el corazón ardiente de Pablo, anhelando el bien de sus hijos espirituales, o alarmado por los peligros a que estuvieron expuestos, el que produjo todos sus escritos. Fueron parte de su trabajo diario.
De la misma manera que volaba sobre mar y tierra para visitar de nuevo a sus convertidos, o enviaba a Timoteo o a Tito para llevarles sus consejos y traerle noticias de cómo iban, así, cuando no pudo valerse de estos medios, enviaba una carta con el mismo propósito.

El estilo de sus escritos. — Esto, parece, puede disminuir el valor de sus escritos; podemos inclinarnos a desear que en vez de tener el curso de su pensamiento determinado por las exigencias de tantas ocasiones especiales, y su atención distraída por tantas particularidades minuciosas, pudiera haber concentrado la fuerza de su mente en la preparación de un libro perfecto, y explicado sus opiniones sobre los profundos asuntos que ocuparon su pensamiento en una forma sistemática.
No puede sostenerse que las epístolas de Pablo sean modelos de estilo.
Fueron escritas con demasiada prisa y nunca pensó en pulir sus oraciones. A menudo, en verdad sus ideas, por la mera virtud de su delicadeza y hermosura, corren en formas exquisitas de lenguaje, o hay en ellas una emoción tal que les da espontáneamente formas de la más noble elocuencia.
Pero más frecuentemente su lenguaje es áspero y de formas rudas; es indudable que fue lo que primero le vino a la mano para expresar su pensamiento.
Comienza oraciones y omite el acabarlas, entra en digresiones y se olvida de volver a seguir la línea del pensamiento que había abandonado, presenta sus ideas en masa en lugar de fundirlas en coherencia mutua.
Quizá cierta irregularidad conviene a la más alta originalidad.
La expresión perfecta y el arreglo ordenado de las ideas es un procedimiento posterior, pero cuando los grandes pensamientos salen por primera vez a luz hay cierta aspereza primordial en ellos.
El pulimento del oro viene después: tiene que ser precedido por el arrancamiento del mineral de las entrañas de la tierra.
En sus escritos Pablo arroja a la luz en bruto el mineral de la verdad.
Le debemos centenares de ideas que no habían sido expresadas antes.
Después que el hombre original ha sacado su idea, el más ordinario escriba puede expresarla a otros mejor que el que la originó.
Así, por todos los escritos de Pablo se hallan materiales que otros pueden combinar en sistemas de teología y ética, y es el deber de la iglesia hacerlo; pero sus epístolas nos permiten ver la revelación en el mismo proceso de su nacimiento.
Al leerlas cuidadosamente parece que somos testigos de la creación de un mundo de verdades, y quedamos maravillados como los ángeles al ver el firmamento desenvolviéndose del caos, y la tierra extendiéndose a la luz.
Tan minuciosos como son los detalles de que a menudo tiene que tratar, toda su inmensa vista de la verdad es recordada en la discusión de cada uno de ellos, como todo el cielo es reflejado en una sola gota de rocío. ¿Qué prueba más impresionante de la fecundidad de su mente puede haber que el hecho de que, en medio de las innumerables distracciones de su segunda visita a los convertidos griegos, escribiera, en medio año, tres libros tales como Romanos, Gálatas, y el segundo a los Corintios?

La inspiración de Pablo. — Fue Dios por su Espíritu quien comunicó esta revelación de la verdad a Pablo.
La misma grandeza y Divinidad de ella suministran la mejor prueba de que no podía haber tenido otro origen.
A pesar de esto, se presentó en la mente de Pablo con el gozo y el dolor del pensamiento original; le vino por la experiencia, empapó y pintó las fibras todas de su mente y su corazón; y la expresión de ella en sus escritos está de acuerdo con su peculiar genio y circunstancias.

Su carácter

Sería fácil sugerir compensaciones en varias formas de los escritos de Pablo para las cualidades literarias que les faltan.
Pero una de éstas prepondera tanto sobre todas las otras que es suficiente por sí misma para justificar en este caso la manera de actuar de Dios.
En ninguna otra forma literaria podríamos tener tan fiel reflejo del hombre en sus escritos.
Las cartas son la forma más personal de la literatura.
Un hombre puede escribir un tratado particular, una historia y hasta un poema, y esconder su personalidad tras el escrito.
Pero las cartas no tienen valor ninguno a menos que el escrito se muestre.
Pablo está constantemente visible en sus cartas; podéis sentir palpitar su corazón en cada capítulo que escribió.
Ha trazado su propio retrato —No sólo del hombre exterior sino de sus más íntimos sentimientos— como ningún otro podría haberlo trazado.

A pesar de la admirable pintura que Lucas hace en el libro de los Hechos, no es de él de quien aprendemos lo que Pablo en realidad era, sino de Pablo mismo.
Las verdades que revela se ven todas constituyendo al hombre.
Así como hay algunos predicadores que son más grandes que sus sermones, y la ganancia principal de los que les escuchan se obtiene en los vislumbres que distinguen de una personalidad grande y santificada, así también lo mejor de los escritos de Pablo es Pablo mismo, o más bien la gracia de Dios en él.

La combinación de lo natural y lo espiritual.- Su carácter presentaba una combinación admirable de lo natural y lo espiritual.
De la naturaleza había recibido una individualidad grandemente notable; pero el cambio que el cristianismo produjo no fue menos obvio en él.
No es posible separar exactamente en el carácter de ningún hombre salvado lo que se debe a la gracia; porque la naturaleza y la gracia se confunden dulcemente en la existencia redimida.
En Pablo la unión de las dos fue notablemente completa, y, sin embargo, era claro que había en él dos elementos de diverso origen; y ésta es en realidad la llave para estimar con éxito su carácter.

Características de Pablo

Su aspecto físico.- Comencemos con lo que es más natural: su aspecto físico, que era una condición importante para su carrera.
Así como la falta del oído hace imposible la carrera musical, o la ausencia de la vista suspende los progresos de un pintor, así la carrera misionera es imposible sin cierto grado de energía física.
A cualquiera que haya leído el catálogo de los sufrimientos de Pablo y observado la facilidad con que se rehacía de los más severos para volver a su trabajo, se le ocurre que debe haber sido una persona de constitución hercúlea. Al contrario, parece haber sido de baja estatura y de una débil constitución.
Esta debilidad parece que se agravó algunas veces por enfermedades que le desfiguraron; y él sentía mucho la decepción que su presencia excitaría entre los extraños; porque todo predicador que ama su trabajo quisiera predicar el evangelio con todas las cualidades que concilian el favor de los oyentes con el orador.
Dios, sin embargo, usó su misma debilidad, lejos de lo que esperaba, para ganar la ternura de sus convertidos; y así, cuando estaba débil era fuerte, y aun en sus enfermedades era capaz de gloriarse.
Hay una teoría que se ha extendido bastante, acerca de que la enfermedad que le aquejaba muy a menudo era una fuerte oftalmía, que le producía un color rojo desagradable en los párpados; pero sus fundamentos no son seguros.
Al contrario, parece que tenía un poder notable de fascinar e intimidar a un enemigo con la perspicacia de su vista, como en la historia del hechicero Elimas, que nos trae a la memoria la tradición de Lutero, cuyos ojos, se dice, brillaban algunas veces de tal manera que los circunstantes apenas podían mirarlos.
No hay fundamento ninguno para la idea de algunos biógrafos recientes de Pablo, acerca de que su constitución era excesivamente frágil y crónicamente afligida por enfermedades nerviosas.
Ninguno podría haber pasado sus trabajos —Sufriendo azotes, habiendo sido apedreado y torturado de muchas otras maneras, como lo fue él— sin tener una constitución excepcionalmente sana y fuerte.
Es verdad que algunas veces se hallaba postrado por la enfermedad y hecho pedazos por los actos de violencia a que estaba expuesto; pero la rapidez con que se recuperaba en estas ocasiones prueba que tenía una gran cantidad de energía vital.

Y ¿quién duda de que, cuando su cara se impregnaba de amor tierno para pedir que los hombres se reconciliaran con Dios, o cuando se encendía de entusiasmo al anunciar su mensaje, haya poseído una belleza noble muy superior a la mera regularidad de las facciones?

Su actividad. — Hubo mucho de natural en otro elemento de su carácter, del cual éste dependía en gran parte: su espíritu de actividad.
Hay muchos hombres que desean crecer donde han nacido. Les es intolerable tener que cambiar sus circunstancias y tener relaciones con nueva gente.
Pero hay otros que desean cambiar de continuo su estado. Son las personas designadas por la naturaleza para ser emigrantes y exploradores, y si se dedican al trabajo del ministerio son los mejores misioneros.
En los tiempos modernos ningún misionero ha tenido este espíritu de aventuras en el mismo grado que el lamentado héroe David Livingstone. Cuando por primera vez fue al África, encontró a los misioneros reunidos en el Sur del continente, apenas dentro de los límites del paganismo. Tenían sus casas y jardines, sus familias, sus pequeñas congregaciones de nativos, y estaban contentos.
Pero desde luego Livingstone avanzó más allá de los demás, hacia el corazón del paganismo, y los sueños de regiones más distantes nunca cesaron de poblar su imaginación, hasta que al fin comenzó sus viajes extraordinarios por millares de millas en un país en el que jamás había estado misionero alguno; y cuando la muerte le sorprendió todavía estaba avanzando.
La naturaleza de Pablo fue de la misma clase, llena de valor para las aventuras. Lo desconocido en la distancia, en vez de hacerle desmayar, le atrajo.
No se contentaba con edificar sobre los fundamentos de otros hombres, sino que constantemente se apresuraba a ir a suelo virgen, dejando las iglesias para que otros las edificasen.
Creía que si se encendía la lámpara del evangelio aquí y allí sobre vastas extensiones, la luz por su propia virtud se extendería en su ausencia.
Le gustaba contar las leguas que había viajado, pero su lema era "siempre adelante".
En sus sueños veía hombres llamándoles a nuevos países.
Siempre tenía en su mente un gran programa por ejecutar, y cuando la muerte se aproximó, todavía estaba pensando en viajes a los más remotos rincones del mundo conocido.

Su influencia sobre los hombres.- Otro elemento de su carácter, parecido al que acabamos de mencionar, fue su influencia sobre los hombres.
Hay algunos para quienes es penoso tener que abordar a un extraño, aun tratándose de asuntos urgentes, y la mayor parte de los hombres no están tranquilos sino entre los suyos, o entre los hombres de su misma clase o profesión; pero la vida que Pablo había escogido le puso en contacto con hombres de todas clases, y tuvo constantemente que presentar a extraños los asuntos de que estaba encargado.
Se dirigía a un rey o un cónsul en una ocasión, y en otra a una compañía de esclavos o de soldados comunes.
Un día tenía que hablar en la sinagoga de los judíos, otro entre una compañía de filósofos de Atenas, otro a los habitantes de alguna ciudad provincial lejos de los asientos de cultura.
Pero pudo adaptarse a todos los hombres y a todos los auditorios: a los judíos hablaba como rabí acerca de las Escrituras del Antiguo Testamento; a los griegos citaba las palabras de sus poetas; y a los bárbaros hablaba del Dios que da la lluvia del cielo y las sazones fructuosas, llenando nuestros corazones de alimento y gozo.
Cuando un hombre débil o falso procura ser todas las cosas a todos los hombres, termina siendo nada a nadie.
Pero Pablo, arreglando su vida por esta norma, halló por todas partes entrada para el Evangelio, y al mismo tiempo ganó para sí mismo la estimación y amor de aquellos a quienes se adaptó.
Si fue odiado amargamente por sus enemigos, nunca hubo un hombre amado más intensamente por los amigos.
Le recibieron como a un ángel de Dios, aun como a Jesucristo mismo, y estuvieron listos para sacarse sus ojos y dárselos a él.
Una iglesia estuvo celosa de que otra le tuviera demasiado tiempo. Cuando no pudo hacer una visita al tiempo prometido, se enojaron como si les hubiera hecho una injusticia; cuando estaba despidiéndose de ellos, lloraban, se arrojaban a su cuello y le besaban.
Multitudes de jóvenes le rodeaban continuamente, listos para obedecer sus mandatos.
En la grandeza del hombre estaba el secreto de esta fascinación, porque a una gran naturaleza todos acuden, sintiendo que cerca de ella les irá bien.

Su abnegación.- Esta popularidad, sin embargo, era debida en parte a otra cualidad, que brillaba conspicuamente en su carácter: el espíritu de abnegación.
Esta es la más rara cualidad en la naturaleza humana, y su influencia es la más poderosa sobre los demás, cuando existe puja y fuerte.
La mayor parte de los hombres están de tal manera absortos en sus propios intereses, y esperan tan naturalmente que los otros lo estén, que si ven a otro que parece no tener interés propio, sino que desea servir a los demás como lo hacen para sí mismos, les parece sospechoso y tienen dudas respecto de si solamente estarán ocultando sus designios bajo la capa de la benevolencia; pero si se mantiene firme y prueba que su desinterés es genuino, no hay límite para el homenaje que están listos a tributarle.
Como Pablo aparecía de país en país y de ciudad en ciudad, era, al principio, un enigma completo para los que se acercaban a él.
Se formaban toda clase de conjeturas acerca de sus verdaderos designios. ¿Era dinero lo que buscaba? ¿Era poder, o alguna otra cosa todavía menos pura? Sus enemigos nunca cesaron de arrojar entre la gente estas insinuaciones.
Pero aquellos que llegaban a vivir cerca de él y vieron qué hombre era, cuando supieron que rehusaba el dinero y trabajaba con sus propias manos día y noche para cuidarse de la sospecha de motivos mercenarios, cuando le oyeron orar con ellos uno por uno en sus hogares y exhortarles con lágrimas a una vida santa, y cuando vieron el interés personal tan sostenido que tomaba por cada uno de ellos, no pudieron resistir a las pruebas de su desinterés ni negarle su afecto.
Nunca ha habido un hombre más desinteresado; no tenía literalmente interés en su vida propia.
Sin lazos de familia, puso todos sus afectos, que pudieran haber sido dados a esposa e hijos, en su obra.
Compara su ternura hacia sus convertidos con el amor de una madre para con sus hijos; aboga con ellos para que recuerden que es el padre que los ha engendrado en el evangelio.
Ellos son su gloria y su corona, su esperanza y su gozo.
Deseoso como estaba de nuevas conquistas, nunca perdió su cuidado sobre las que había ganado.
Pudo asegurar a sus iglesias que oraba y daba gracias por ellas día y noche, y recordaba por nombre a sus convertidos ante el trono de la gracia. ¿Cómo podía la naturaleza humana resistir a un desinterés  como  éste? 
Si Pablo  fue  un  conquistador del mundo, lo conquistó por el poder del amor.

Su conciencia de tener una misión.- Todavía tenemos que mencionar los rasgos más distintamente cristianos de su carácter.
Uno de ellos fue la convicción de que tenía la misión Divina de predicar a Cristo, la cual estaba pronto a cumplir.
La mayor parte de los hombres nada más notan en la corriente de la vida, y su trabajo es determinado por muchas circunstancias indiferentes; tal vez debieran estar haciendo otra cosa, o preferirían, si fuera posible, no hacer nada.
Pero desde el tiempo en que Pablo se hizo cristiano, supo que tenía una obra definida que llevar a cabo; y el llamamiento que recibió para ella nunca cesaba de sonar en su alma.
"¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!" Este era el impulso que lo llevaba adelante.
Sentía en sí un mundo de verdades nuevas que debía expresar, y que la salvación de la humanidad dependía de tal expresión.
Se comprendió llamado a dar a conocer a Cristo a todas las criaturas humanas que estuvieran a su alcance.
Era esto lo que le hacía tan impetuoso en sus movimientos, tan ciego en el peligro. "De ninguna cosa hago caso, ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios."
Él vivía con la cuenta que tenía que dar en el tribunal de Cristo, y su corazón se reanimaba en todas las horas de sufrimiento con la visión de la corona de vida que, si era fiel, el Señor, el juez justo, colocaría en su cabeza.

Su devoción personal a Cristo. — La otra cualidad peculiarmente cristiana que modeló su carrera fue su devoción personal a Cristo.
Esta fue la característica suprema de este hombre, y el principal origen de sus actividades desde el principio hasta el fin.
Desde el momento de su primer encuentro con Cristo no tuvo más que una pasión: su amor al Salvador ardió con más y más vehemencia hasta el fin.
Se deleitaba en llamarse el esclavo de Cristo, y no tenía ambición alguna excepto la de ser el propagador de las ideas y el continuador de la influencia de su Señor.
Tomó la idea de ser el representante de Cristo sin vacilación. Afirmó que el corazón de Cristo latía en su pecho hacia sus convertidos, que la mente de Cristo pensaba en su cerebro, que continuaba la obra de Cristo y llenaba lo que faltaba en sus sufrimientos.
Dijo también que las heridas de Cristo eran reproducidas en su cuerpo, que estaba muriendo para que otros vivieran, como Cristo murió para vida del mundo.
Pero realmente era la mayor humildad la que se encontraba en estas expresiones francas.
Sabía que Cristo había hecho todo por él; que había entrado en él, arrojando al antiguo Saulo y concluyendo la antigua vida, y había engendrado un nuevo hombre con nuevos designios, sentimientos y actividades.
Y era su más profundo deseo que este procedimiento siguiera y se completara; es decir, que su antiguo yo se desterrara completamente, y su nuevo yo, que Cristo había creado a su propia imagen, predominara de tal manera que, cuando los pensamientos de su mente fueran los de Cristo, sus palabras las de Cristo, sus hechos los de Cristo, y su carácter el de
Cristo, pudiera decir: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí".