La Vida y Obra del Apóstol Pablo
Capítulo 3
Su Conversión
La severidad de su persecución
La
esperanza del perseguidor era exterminar completamente el
cristianismo. Pero él comprendía poco de la índole de este último. No
sabía que crece por la persecución, y que la prosperidad a menudo le ha
sido fatal, más la persecución nunca. "Los que eran esparcidos iban por todas partes predicando la palabra."
Hasta entonces la iglesia había estado limitada dentro de los muros
de Jerusalén; pero ahora, en toda Judea y Samaria, y en la lejana
Fenicia y Siria, el faro del evangelio comenzó a esparcir luz entre las
tinieblas, y en muchos pueblos y aldeas dos y tres se reunían en un
salón, para impartirse unos a otros el gozo del Espíritu Santo.
Podemos imaginarnos cuánta ira sentiría el perseguidor ante la noticia
de estas erupciones del fanatismo que él había esperado demoler.
Pero él no era persona capaz de darse por vencida, y resolvió
perseguir a los que eran objeto de su odio aun en los más oscuros y
apartados escondites.
De consiguiente, en cada ciudad, una después de otra, aparecía,
armado con los aparatos del inquisidor, para llevar a cabo su
sanguinario propósito.
Habiendo oído que Damasco, la capital de Siria, era uno de los
lugares donde los fugitivos habían encontrado refugio, y que llevaban
adelante su propaganda entre los numerosos judíos de aquella ciudad, él
fue al príncipe de los sacerdotes, quien tenía jurisdicción sobre los
judíos tanto fuera como dentro de Palestina, y obtuvo cartas que le
autorizaban para perseguir y traer atados a Jerusalén a todos los que
allí encontrara que hubiesen aceptado el nuevo camino.
Dando coces contra el aguijón
Al
verlo partir para un viaje que debía ser tan importante, es muy
natural que nos preguntemos: ¿Cuál era el estado de su mente? Tenía
inclinaciones nobles y corazón tierno; pero la obra en que estaba
comprometido puede suponerse que sólo podría congeniar con hombres de
los más brutales sentimientos.
Entonces, ¿no había sentido algún remordimiento? Aparentemente no.
Se nos dice que, al andar por ciudades extranjeras en persecución de
sus víctimas, se sentía excesivamente airado contra ellas; y cuando se
dirigía a Damasco todavía respiraba amenazas y deseos de matanza.
Estaba a cubierto de la duda por medio de su reverencia hacia los
objetos que corrían peligro con la herejía; y si tenía que actuar
contra sus sentimientos naturales y ultrajarlos con la sangrienta
misión, ¿no era su mérito tanto mayor?
Pero en su viaje la duda por fin asaltó su mente. Era un viaje muy
largo, de más de 180 millas, y con los medios lentos y cansados de
locomoción que entonces se usaban, tardan cuando menos seis días en
realizarlo.
Una parte considerable de este tiempo temía que ocuparla en
atravesar un desierto donde nada había que distrajera su mente y
alterara su reflexión.
La duda, pues, se levantó en esta inacción involuntaria. ¿Qué otra
cosa puede significar la palabra con la que el Señor le saludó: "Dura cosa te es dar coces contra el aguijón"?
Esta figura de lenguaje fue tomada de la costumbre de los países
orientales: el boyero lleva en la mano una garrocha terminada en aguda
punta de hierro, de la cual se sirve para hacer andar al animal, para
hacerlo pararse, cambiar de dirección, etc.; si el buey es rebelde, da
coces contra la garrocha, lastimándose y enfureciéndose con las heridas
que recibe.
Este es el vivo retrato de un hombre herido y atormentado por los remordimientos de su conciencia.
Había algo en él que se rebelaba contra la corriente de la
humanidad, en la que su barquilla iba flotando, y le sugería que estaba
peleando contra Dios.
No es difícil concebir de donde se levantaron estas dudas. Él era
discípulo de Gamaliel el abogado de la humanidad y de la tolerancia, y
quien había aconsejado al concilio que dejasen a los cristianos.
El mismo era demasiado joven todavía para haber endurecido y
acostumbrado su corazón a todo lo desagradable de obra tan horrible.
Por muy grande que fuera su celo religioso, la naturaleza no pedía
menos que hablar por fin. Pero probablemente sus remordimientos se
despertaron con especialidad a causa de la conducta de los cristianos.
Él había oído la noble defensa de Esteban, y había visto brillar su
rostro como el de un ángel, en la Cámara del Consejo. Le había visto
arrodillarse en el campo de la ejecución, y orar por sus asesinos.
Sin duda en el curso de sus persecuciones había sido testigo de
otras escenas parecidas. ¿Parecían estas gentes enemigas de Dios?
Habiendo penetrado en sus hogares para llevarlos a la cárcel, adquirió
algunas ideas acerca de la vida social de los cristianos.
Estas escenas de pureza y amor ¿podrían ser el producto del poder
de las tinieblas? Aquella serenidad con que sus víctimas iban al
encuentro de su destino cruel ¿no parecía la misma paz por la que él
había en vano suspirado?
Los argumentos de los cristianos también deben haber hablado a una
mente como la suya. El había oído a Esteban probar por las Escrituras
que era necesario que el Mesías sufriese; y el tenor general de la
apologética de los primitivos cristianos demuestra que en su prueba
deben haber apelado a pasajes como el 53 de Isaías, donde se predice
una carrera al Mesías admirablemente parecida a la de Jesús de Nazaret.
Él había oído de los labios' cristianos incidentes de la vida de
Cristo que representaban un personaje muy diferente del que mostraban
los retratos bosquejados por sus informadores fariseos; y las palabras
que los cristianos citaban de su Maestro no sonaban como el lenguaje
del fanático, como creía a Jesús.
Su visión de Cristo
Tales
son algunas de las reflexiones que agitaban al viajero mientras
caminaba sumido en triste meditación. Pero ¿no serían éstas meras
sugestiones de la tentación, de la fantasía calenturienta de una mente
cansada, o de un espíritu malo que quería retraerlo del servicio de
Jehová?
La vista de Damasco, brillante como una joya en el corazón del desierto, lo sacó de su abstracción.
Allí, en compañía de rabíes cariñosos, y en la excitación del
esfuerzo, arrojaría de sí estos fantasmas nacidos con la soledad.
Así pues se apresuró a caminar, y el sol de mediodía le alumbraba, urgiéndole a llegar a las garitas de la ciudad.
La noticia de la venida de Saulo había llegado a Damasco antes que él;
y el pequeño rebaño de Cristo hacía oración para que se impidiera, si
fuera posible, la aproximación del lobo que estaba en camino para
atacar el redil.
Sin embargo, cada vez estaba más y más cerca; había llegado a
la última jornada de su viaje, y a la vista del lugar que contenía sus
víctimas crecía el apetito por su presa.
Pero el buen pastor había oído los gritos de su rebaño
afligido, y se adelantó a encontrar al lobo por el bien de las ovejas.
Repentinamente, a mediodía, mientras que Saulo y su compañía
cabalgaban hacia la ciudad bajo el ardiente sol siriaco, una luz, que
debilitó aun el brillo del gran astro, resplandeció alrededor de ellos,
un golpe hizo vibrar la atmósfera, y en un momento se hallaron
postrados en tierra.
Lo demás sólo fue para Pablo. Una voz sonó en sus oídos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Pablo miró hacia arriba y preguntó a la radiante figura que le había hablado: "¿Quién eres, Señor?". Y la respuesta fue: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues".
El lenguaje en que Pablo se expresaba después al hablar de este
suceso, nos prohíbe pensar que hubiera sido una mera visión de Jesús lo
que él vio. La consideró como la última aparición del Salvador a sus
discípulos, y la coloca en el mismo lugar que las apariciones a Pedro, a
Santiago, a los once y a los quinientos. Fue en realidad Cristo Jesús,
investido de su humanidad glorificada, quien dejó su lugar, donde
quiera que esté en los espacios del universo donde Él está sentado en
Su Trono Mediatorio, para mostrarse a este discípulo electo, y la luz
que sobrepujó a la del sol no fue otra que la gloria en que su
Humanidad está envuelta.
Las palabras dirigidas a Pablo suministran una evidencia incidental de
esto. Esas palabras fueron dichas en hebreo, o más bien en arameo, la
misma en que Jesús había acostumbrado dirigirse a las multitudes en el
lago y para conversar con sus discípulos en las soledades del desierto;
y como en los días de su encarnación solía Abrir Su Boca en parábolas,
así ahora revistió su reprensión con una fuerte metáfora, "dura cosa te es dar coces contra el aguijón".
Efectos de su conversión sobre su pensamiento
Sería
imposible exagerar lo que pasó en la mente de Pablo en este solo
instante. No es sino un modo ordinario el que tenemos de dividir el
tiempo por el reloj, en minutos y horas, días y años, como si cada
porción así medida fuera del mismo tamaño que otras de igual extensión.
Esto puede adaptarse bastante bien para los fines comunes de
la vida, pero hay medidas más finas para las que es completamente
inconducente.
El tamaño real de cualquier espacio de tiempo debe medirse por
la suma en cantidad y el valor en calidad de las experiencias
adquiridas por el alma; ninguna hora es exactamente igual a otra, y hay
simples horas que son más grandes que los meses.
Así medido, este solo momento de la vida de Pablo fue tal vez más largo que todos sus años precedentes.
El deslumbramiento de la revelación fue tan intenso que muy bien pudo
haber fogueado el ojo de la razón y aun quemado la vista misma, como la
luz externa deslumbró los ojos de su cuerpo hasta la ceguedad.
Cuando sus compañeros se recobraron y volvieron a su jefe,
descubrieron que había perdido la vista, y tomándolo por la mano lo
condujeron a la ciudad.
¡Qué cambio se efectuó! En vez del orgulloso fariseo que caminaba por las calles con la pompa
de un inquisidor, un hombre afligido, temblando, andando a tientas,
pendiente de la mano de su guía, llega a la posada entre la
consternación de los que lo recibieron, y tiene que pedir
apresuradamente un cuarto donde pueda pedirles que lo dejen solo.
Allí queda en medio de la oscuridad, abandonado a sus meditaciones.
Pero aunque la oscuridad reinaba exteriormente, en lo interior había
luz. La ceguera le había venido con el propósito de excluirlo de
distracciones exteriores y hacerlo capaz de reconcentrarse en el asunto
que se había presentado a su mirada interna.
Por la misma razón, ni comió ni bebió por tres días. Estaba
demasiado absorto en los pensamientos que se agrupaban en su mente de
un modo rápido y continuo.
En estos tres días, puede decirse con seguridad, que obtuvo
comprensión, cuando menos en parte, de todas las verdades que después
proclamó al mundo, porque toda su teología no es más que la explicación
de su propia conversión.
Su vida previa entera cayó en fragmentos a sus pies.
A él mismo le pareció que, a pesar de sus imperfecciones, estaba en la línea de la voluntad de Dios.
Pero muy lejos de esto, ella se había arrojado en oposición diametral
de la voluntad y revelación de Dios, y ahora había sido parada y rota
en pedazos por la colisión.
Aquello que le había parecido la perfección del servicio y
obediencia, envolvió su alma en la culpa de blasfemia y sangre
inocente.
Tal había sido la consecuencia de buscar la justificación por
las obras de la ley. En el mismo instante en que su justificación
parecía al fin haberse vuelto a la blancura tanto tiempo deseada, fue
cogida en la llama de esta revelación, y tornada en tinieblas.
Había sido un equívoco, pues, desde el principio hasta el fin.
La justificación no había de obtenerse por la ley, sino solamente la
culpa y la condenación.
Este era el resultado inequívoco, y llegó a ser uno de los polos de la teología de Pablo.
Pero mientras su teoría de la vida caía así en pedazos, con un
estampido que por sí solo hubiera agitado su razón, en el momento mismo
le sobrevino una experiencia contraria. Jesús de Nazaret le apareció
sin cólera ni venganza, como se hubiera esperado que apareciera al
enemigo mortal de Su causa.
La primera palabra hubiera sido una demanda de retribución, y
su primera podría haber sido su última. Pero en vez de esto, su rostro
había aparecido lleno de Divina benignidad, y sus palabras de
consideraciones para su perseguidor.
En el momento en que la Divina fuerza lo arrojó en tierra, se sintió circundado de Divino amor.
Esta era la recompensa por la que en vano él había luchado
todo el tiempo de su vida, y ahora la obtenía al descubrir que sus
luchas habían sido combates contra Dios.
Fue levantado de su caída en los brazos del amor Divino; fue reconciliado y aceptado para siempre.
Cuanto más pasaba el tiempo tanto más seguro estaba él de
esto. Sin esfuerzo, encontró en Cristo la paz y la fuerza moral que en
vano había buscado.
Y esto vino a ser el otro polo de su teología: que la
justificación y la fuerza se encuentran en Cristo, sin las obras de los
hombres, por la mera confianza en la gracia de Dios y aceptación de su
dádiva.
Mucho más había entre estos dos extremos, y la adquisición de
su contenido era cuestión de tiempo; pero el sistema del pensamiento de
Pablo siempre ha girado dentro de estos polos.
Efectos de su conversión en su destino
Los tres días de oscuridad no le vinieron sino después de conocer una
cosa: que debía dedicar su vida a la proclamación de estos
descubrimientos.
En cualquier caso lo mismo hubiera sucedido. Pablo nació
propagandista, y no llegaría a ser el poseedor de verdad tan
revolucionaria sin difundirla.
Además, tenía un corazón ardiente, susceptible de ser
conmovido por la gratitud; y cuando Jesús, de quien él blasfemaba y
cuya memoria había tratado de borrar del mundo, lo trató con Divina
benignidad, volviéndole de su existencia desastrosa y colocándole en
aquella posición que ya le había parecido el premio de la vida, sintió
que no podía menos que dedicarse a su servicio con todos sus poderes.
Era un exaltado patriota. Para él, la esperanza del Mesías había
ocupado todo el horizonte del futuro; y cuando conoció que Jesús de
Nazaret era el Mesías de su pueblo y el Salvador del mundo, se deducía
naturalmente que debía gastar su vida en dar a conocer a este Mesías.
Pero su destino también le fue anunciado claramente desde el exterior.
Ananías, con toda probabilidad el principal en la pequeña comunidad de
los cristianos de Damasco, fue informado en visión del cambio que
había acontecido en Pablo y enviado para restaurarle la vista y
admitirle en la iglesia cristiana por el bautismo.
Nada más hermoso que la manera como este siervo de Dios se
acercó al hombre que había venido a la ciudad para matarlo.
Tan luego como conoció el estado del caso perdonó y olvidó todos los
crímenes del enemigo, y se apresuró a recogerlo en los brazos del amor
cristiano.
Seguro como estaba Pablo del perdón en su ser íntimo, debe
haber sido para él gratísimo consuelo, al abrir de nuevo sus ojos a la
luz del mundo externo, no encontrar contradicción alguna que empañara
las visiones que había tenido, sino, por el contrario, ver desde luego
un rostro humano inclinándose a él con miradas de perdón y amor
sincero.
Aprendió de Ananías que había sido tomado por Cristo para ser el
vehículo de Su nombre a gentiles y reyes y a los hijos de Israel.
Aceptó la misión con devoción infinita, y desde entonces hasta
la hora de su muerte no tuvo más que una ambición: conseguir aquello
para lo que Cristo Jesús le había adquirido.