Capítulo 7
SUS VIAJES MISIONEROS
El primer viaje
Sus compañeros. — Desde el principio había sido costumbre de los predicadores
del cristianismo, no ir solos en sus expediciones, sino de dos en dos.
Pablo mejoró esta
práctica, yendo generalmente con dos compañeros, uno de ellos joven, el cual
tal vez tomó el cargo de los arreglos del viaje.
En su primera
expedición sus compañeros fueron Bernabé y Juan Marcos, el sobrino de Bernabé.
Ya hemos visto que
Bernabé puede ser llamado el descubridor de Pablo. Y cuando partieron juntos en
este viaje, probablemente estuvo en condiciones de ser el patrón de Pablo, pues
gozaba de mucha consideración en la comunidad cristiana.
Convertido
aparentemente en el día de Pentecostés, había tomado una parte importante en
los eventos posteriores.
Fue un hombre de alta
posición social, propietario en la isla de Chipre, y lo sacrificó todo en aras
del nuevo movimiento a que se había unido.
En el ardor del
entusiasmo que condujo a los primeros cristianos a partir sus propiedades unos
con otros, vendió todo lo que tenía y puso el dinero a los pies de los apóstoles.
Desde entonces estaba
empleado constantemente en la obra de la predicación, y tenía un don de
elocuencia tan notable que fue llamado el "hijo
de exhortación".
Un incidente que ocurrió
en la última parte de este viaje nos da una idea del aspecto de los dos
hombres.
Cuando los habitantes
de Listra los tomaron por dioses, llamaron a Bernabé Júpiter, y a Pablo
Mercurio.
En el arte antiguo,
Júpiter fue representado siempre por una figura alta, majestuosa, y benigna, mientras
Mercurio fue el pequeño y rápido mensajero del padre de los dioses y de los
hombres.
Probablemente les
pareció por esto que Bernabé, por su figura grande, graciosa, y paternal, era
el jefe y director de la expedición, mientras Pablo, pequeño y ardiente, no era
más que el subordinado.
La dirección que
tomaron fue la que se esperaba que Bernabé escogería naturalmente.
Se fueron primero a
Chipre, la isla en donde había tenido su propiedad, y donde muchos de sus amigos
todavía residían.
Estaba a ochenta
millas al sudoeste de Seleucia, el puerto de Antioquia, y pudieron llegar a
ella en el mismo día en que dejaron a esta última ciudad, centro de sus
operaciones.
Chipre.- Pero aunque Bernabé parecía ser el jefe, este buen hombre probablemente
conoció que las humildes palabras del Bautista podían ser usadas por él mismo
con referencia a su compañero: "A
él conviene crecer, mas a mí menguar".
De todos modos, tan
pronto como su obra entrara en un período de actividad, esta debía ser la
relación entre ellos.
Después de pasar por
toda la isla, del oriente al occidente, evangelizando, llegaron a Páfos, su
ciudad principal, y allí los problemas para cuya solución habían salido les
encontraron en la más concreta forma.
Páfos era el centro
del culto de Venus, la diosa del amor, la cual se dijo haber nacido de la
espuma del mar en este mismo sitio, y su culto se caracterizó por el
libertinaje y la disolución.
Fue en pequeño la pintura
de Grecia, sumida en la decadencia moral, Páfos fue el asiento del gobierno romano
también, y en la silla proconsular sentábase un hombre, Sergio Paulo, cuyo
carácter noble, pero absolutamente falto de una fe sólida, demostraba la
ineptitud de Roma en aquella época para satisfacer las mayores necesidades de
sus mejores hijos.
En la corte
proconsular, jugando con la credulidad del investigador, prosperaba un
hechicero judaico, llamado Elimas, cuyas artes formaron el cuadro de las más
bajas miserias a que el carácter judaico pudo descender.
Toda la escena fue una
especie de miniatura del mundo, cuyos males habían salido a curar los
misioneros.
En presencia de tales
exigencias, Pablo desplegó por primera vez los poderes superiores de que estaba
dotado.
Un acceso del Espíritu
Santo le tomó y le capacitó para vencer todos los obstáculos.
Redujo al hechicero
judaico a la vergüenza, convirtió al gobernador romano, y fundó en la ciudad
una iglesia cristiana en oposición al templo griego.
Desde aquella hora Bernabé
ocupó el segundo lugar, y Pablo tomó su posición natural como jefe de la
misión.
Ya no leemos más, como
antes, de Bernabé y Saulo, sino siempre de Pablo y Bernabé.
El subordinado había
llegado a ser el jefe; y como para indicar que se había convertido en un nuevo hombre
y tomado un nuevo puesto, ya no fue llamado por el nombre judaico de Saulo, que
hasta entonces había llevado, sino por el nombre de Paulo (Pablo), que, a
partir de allí, ha sido su nombre entre los cristianos.
El continente del Asia Menor. — El movimiento que siguió vino a
señalar tan claramente la elección del nuevo jefe, como el anterior había
fijado la del chipriota Bernabé.
Cruzaron el mar hasta
Perge, población a la mitad de la costa meridional de Asia Menor; luego pasaron
hacia el norte, cien millas en el continente, y entonces hasta el este, hasta
un punto casi directamente al norte de Tarso.
Esta ruta les condujo
por una especie de semicircuito, por los distritos de Panfilia, Pisidia, y
Licaonia, que tocan por el oeste y norte con Cilicia, la provincia natal de Pablo.
Así que, si se dio el
caso de haber evangelizado ya a Cilicia, ahora estaba extendiendo sus trabajos
a las regiones más cercanas.
La deserción de Marcos. - En Perge, punto de partida de la segunda mitad del viaje,
una desgracia aconteció a la expedición: Juan Marcos desertó de sus compañeros
y partió para su hogar.
Puede ser que la nueva
posición asumida por Pablo le ofendió, aunque su generoso tío no sintió tal
enemistad por aquello que fue la ordenanza de la naturaleza y la de Dios.
Pero es más probable
que la causa de su separación fuera el desmayo producido por la intuición de
los peligros que había de encontrar.
Estos fueron tales que
bien pudieron infundir terror aun en los corazones más resueltos.
Más allá de Perge se
levantaban las cimas cubiertas de nieve del monte Tauro, que habían de penetrar
por estrechos desfiladeros en los que debían cruzar, por débiles puentecillos,
rápidos-torrentes, y en donde los castillos de los ladrones, que velaban para
prender a los viajeros, estaban escondidos en posiciones tan inaccesibles, que
aun los ejércitos romanos no habían podido exterminarlos.
Cuando estos peligros
preliminares hubieron sido vencidos, la perspectiva de más allá no fue más
atractiva.
El país al norte del
Tauro era una vasta mesa más elevada que las cumbres de las más altas montañas
de Inglaterra, contaba con lagos solitarios, masas irregulares de montañas y
extensiones de desierto, donde la población era ruda y hablaba una variedad
casi infinita de dialectos.
Estas cosas llenaron
de terror a Marcos y le hicieron volverse.
Pero sus compañeros,
llevando sus vidas en la mano, iban adelante.
Para ellos era suficiente
saber que allí había una multitud de almas que perecían y que necesitaban la
salvación de que ellos eran los heraldos.
Y Pablo conoció que
allí había una porción de su propio pueblo esparcida en estas distantes
regiones de los paganos.
Antioquia en Pisidia, e Iconio.- ¿Podemos concebir cuál fue su
conducta en las ciudades que visitaron? Es difícil, ciertamente,
representárnoslo.
Al tratar de verlos
con los ojos de la inteligencia entrar en alguna población, naturalmente
pensamos de ellos como de los más importantes personajes del lugar.
Para nosotros su
entrada es tan augusta como si hubieran sido llevados en un carro de triunfo.
Muy diferente, sin embargo, fue la realidad.
Entraban en una ciudad
tan quieta y secretamente como dos extranjeros cualesquiera, que alguna mañana
pasasen por una de nuestras poblaciones.
Su primer cuidado era
conseguir alojamiento, y luego tenían que buscar trabajo, porque trabajaban en
su ocupación donde quiera que se hallaran.
Nada podía ser más
común. ¿Quién había de pensar que este hombre, cubierto del polvo del camino,
yendo de la puerta de un fabricante de tiendas a la de otro, buscando trabajo,
estaba llevando el porvenir del mundo bajo su capa?
Cuando el sábado
llegara, cesarían de trabajar, como los otros judíos de la ciudad, y se
reunirían en la sinagoga.
Participarían en
cantar los Salmos y en orar con los otros adoradores, y escucharían la lectura
de las Escrituras.
Después de esto el
presbítero, quizá, preguntaría si alguno tenía palabra de exhortación que pronunciar.
Esta sería la
oportunidad de Pablo. Se levantaría y con mano extendida comenzaría a hablar.
Desde luego el auditorio reconocería los acentos del rabí educado, y la nueva
voz ganaría su atención.
Considerando los pasajes
que habían sido leídos, pronto se juntaría con la corriente de la historia
judaica hasta hacer el anuncio sorprendente de que el Mesías, esperado por sus padres
y prometido por sus profetas, había llegado ya, y que el que hablaba había sido
enviado entre ellos como su apóstol.
Entonces seguiría la
historia de Jesús: era cierto que había sido rechazado por las autoridades de
Jerusalén y crucificado, pero podía demostrarse que esto había acontecido de
acuerdo con las profecías, y que su resurrección de la muerte era una prueba
infalible de que había sido enviado por Dios.
Ahora había sido
exaltado a ser Príncipe y Salvador para dar a Israel arrepentimiento y remisión
de los pecados.
Fácilmente podemos
imaginar la sensación que produciría tal sermón de tal predicador, y el
murmullo de conversaciones que se levantaría de entre los congregantes después de
su separación de la sinagoga.
Durante la semana
sería el tema de conversación en la ciudad, y Pablo estaría listo para platicar
en su trabajo o en los momentos desocupados de la tarde, con cualquiera que
deseara recibir más informes.
El siguiente sábado la
sinagoga estaría llena, no de judíos solamente, sino también de gentiles que
tendrían curiosidad de ver a los extranjeros.
Y Pablo ahora
descubriría el secreto de que la salvación por Jesucristo era, tanto para los
gentiles como para los judíos.
Esta sería
generalmente la señal para que los judíos contradijeran y blasfemaran, y
volviéndose de ellos, Pablo se dirigiera a los gentiles.
Pero entre tanto el fanatismo
de los judíos se excitaría, y levantarían a la gente o asegurarían el interés
de las autoridades contra los extranjeros; y en un tempestuoso tumulto popular,
o por decreto de las autoridades, los mensajeros del evangelio serían arrojados
de la ciudad.
Tal aconteció en Antioquia
de Pisidia, su primera estación en el interior del Asia Menor, y fue después
muy frecuente en la vida de Pablo.
Listra y Derbe.- Algunas veces no escaparon con tanta facilidad. En Listra,
por ejemplo, se encontraron entre paganos rudos, que al principio quedaron tan
encantados con las palabras atractivas de Pablo y tan impresionados con la
apariencia de los predicadores, que les tomaron por dioses, y estuvieron al
punto de ofrecerles sacrificio.
Esto llenó a los
misioneros de tal horror que rechazaron las intenciones de la multitud con
violencia.
Una repentina
revolución sucedió en el sentimiento popular, y Pablo fue apedreado y arrojado
de la ciudad aparentemente muerto.
Tales fueron las
escenas de excitación y peligro por las cuales tenían que pasar en esta región
remota. Pero su entusiasmo nunca flaqueó. Nunca pensaron en volverse.
Cuando eran arrojados
de una ciudad, iban a otra. Y por malo que fuera su éxito algunas veces, no abandonaban
una ciudad sin dejar tras ellos una pequeña compañía de convertidos, tal vez
unos pocos judíos, algunos prosélitos y cierto número de gentiles.
El evangelio encontró
a aquellos para quienes había sido designado: a penitentes cargados con el
pecado; almas no satisfechas con el mundo, ni con la religión de sus
antepasados; corazones que anhelaban la simpatía y el amor Divinos; y "los que estaban ordenados para la
vida eterna creyeron".
Estos formaron en cada
ciudad el núcleo de una iglesia cristiana.
Aun en Listra, donde
la derrota pareció ser completa, un pequeño grupo de corazones fíeles se reunió
alrededor del cuerpo) molido del apóstol fuera de las puertas de la ciudad.
Eunice y Loida
estuvieron allí con sus ministraciones tiernas, y el joven Timoteo, al mirar
aquella cara pálida y sangrienta, sintió que su corazón estaba unido para siempre
con el héroe que había tenido el valor de sufrir hasta la muerte por su fe.
En el amor intenso de
tales corazones Pablo recibió compensación por el sufrimiento y la injusticia.
Si, como algunos
suponen, el pueblo de esta región formó parte de las iglesias de Galacia, vemos
en la epístola dirigida a ellos la clase de amor que le tenían.
Le recibieron, dice, como
a un ángel de Dios y aun como a Jesucristo mismo.
Estuvieron listos aun
para sacarse los ojos y dárselos a él. Fueron de bondad ruda e impulsos
violentos.
Su religión nativa era
de vivas y excitantes demostraciones, y llevaron estas características a la
nueva fe que habían adoptado.
Se llenaron de gozo y
del Espíritu Santo, y el avivamiento se extendió por todas partes con gran rapidez
hasta que la palabra publicada por las pequeñas comunidades cristianas se oyó
por los declives del Tauro y los valles del Cestro y Halis.
El ardiente corazón de
Pablo no pudo menos que regocijarse en tal exhibición de afecto. Correspondió a
ella, dándoles su más profundo amor.
Las ciudades
mencionadas en su itinerario son Antioquia en Pisidia, Iconio, Listra y Derbe;
pero cuando en la última de ellas había acabado su curso, y el camino se le
abrió para descender por las puertas de Cilicia a Tarso y de allí a Antioquia,
prefirió volver por el camino por donde había ido.
A pesar de los
peligros más inminentes volvió a visitar todos estos lugares, para ver otra vez
a sus amados convertidos y consolarles en presencia de la persecución; y ordenó
presbíteros en todas las ciudades para que velaran sobre las iglesias durante
su ausencia.
El regreso.- Al fin, los misioneros bajaron de estos terrenos altos a la
costa, y navegaron a Antioquia, de donde habían salido.
Cansados con el
trabajo y los sufrimientos, pero llenos de gozo por su buen éxito, aparecieron
entre aquellos que los habían enviado y que sin duda los habían seguido con sus
oraciones.
Como exploradores que
volvían de encontrar un nuevo mundo, relataron los milagros de la gracia que
habían presenciado en el mundo desconocido de los paganos.
El segundo viaje
En su primer viaje, se
puede decir que Pablo tan sólo probó sus alas porque dicho viaje, aunque
venturoso, se limitó enteramente a un círculo alrededor de su provincia natal.
En el segundo, hizo
una expedición mucho más larga y peligrosa.
En verdad, este viaje
fue no solamente el más grande que llevó a cabo, sino tal vez el más importante
de los registrados en los anales de la raza humana.
En sus resultados,
sobrepujó la expedición de Alejandro el Grande, cuando llevó las armas y la
civilización de Grecia hasta el corazón de Asia, la de César, cuando desembarcó
en las costas de Bretaña, y aun la de Colón cuando descubrió el Nuevo Mundo.
Sin embargo, cuando
partió no tuvo idea de la magnitud que su expedición había de asumir, ni aun de
la dirección, que había de tomar.
Después de gozar de un
breve descanso al fin del primer viaje, dijo a sus compañeros: "Volvamos a visitar a los hermanos por
todas las ciudades en las cuales hemos anunciado la palabra del Señor".
Fue el anhelo paternal
de ver a sus hijos espirituales lo que
le atraía.
Pero Dios tuvo
designios mucho más extensos, que se abrieron delante de Pablo conforme
adelantaba.
La separación de Bernabé. — Desgraciadamente el principio de este viaje fue
dañado por una disputa entre los dos amigos, que tenían la intención de hacerlo
juntos.
La ocasión de esta diferencia
fue el ofrecimiento de Juan Marcos de acompañarlos.
Sin duda cuando este
joven vio a Pablo y a Bernabé que volvían sanos y salvos de la empresa de la
cual él había desertado, reconoció el error que había cometido, y ahora quiso
repararlo uniéndose a ellos.
Naturalmente Bernabé
deseó llevar a su sobrino, pero Pablo se negó absolutamente.
Uno de ellos, hombre fácilmente
accesible a la benevolencia, arguyó el deber de perdonar, y el efecto que
produciría la repulsa; mientras que el otro, lleno de celo para Dios, presentó
el peligro de colocar una obra tan Sagrada en manos de uno en quien no podían
tener confianza, porque, "pie
resbalador es la confianza en el prevaricador en tiempo de angustia".
No podemos decir ahora
quién de ellos tenía razón o si ambos habían errado en parte.
Los dos, de todos
modos, sufrieron por la separación: Pablo tuvo que apartarse en enojo del
hombre a quien probablemente debió más que a cualquier otro ser humano; y
Bernabé fue separado del más grande espíritu de la época.
Nunca más volvieron a
encontrarse; no fue debido, sin embargo, a la continuación de su disputa. El
calor de la pasión pronto se enfrió y el antiguo amor volvió.
Pablo, en sus
escritos, menciona con honra a Bernabé, y en la última de sus epístolas pide
que Marcos venga a él a Roma, agregando especialmente que le es útil para el
ministerio: es decir, para lo mismo de que había dudado antes con referencia a
él. Pero por lo pronto, la disputa les separó.
Acordaron dividirse la
región que habían evangelizado juntos. Bernabé y Marcos fueron a Chipre, y
Pablo procuró visitar las iglesias en el continente.
Llevó como compañero a
Silas en lugar de Bernabé, y no había hecho todavía mucho de su nuevo viaje,
cuando se encontró con uno que ocuparía el lugar de Marcos.
Este fue Timoteo, un
convertido que había hecho en Listra, en su primer viaje; era joven y moderado,
y continuó siendo el compañero fiel y el consuelo constante del apóstol hasta
el fin de su vida.
La mitad del viaje no descrita.- En cumplimiento del propósito con
que había salido, Pablo comenzó este viaje visitando de nuevo las iglesias en
cuya fundación había tomado parte.
Principiando en
Antioquia, y siguiendo en dirección del noroeste, hizo este trabajo en Siria, Cilicia
y otras partes, hasta que llegó al centro del Asia Menor, donde quedó cumplido
el primer objeto de su viaje.
Pero, cuando un hombre
está en el camino del deber, toda clase de oportunidades se abren ante él.
Cuando Pablo hubo
pasado por las provincias que antes había visitado, nuevos deseos de penetrar
más allá comenzaron a arder en su pecho, y la providencia abrió el camino.
Todavía fue adelante
en la misma dirección por Frigia y Galacia. Bitinia, una gran provincia situada
a lo largo de la costa del mar Negro, y Asia, una provincia densamente poblada,
en el oeste del Asia Menor, parecieron invitarle, y deseó entrar en ellas.
Pero el Espíritu, que
guiaba sus pasos, le indicó, por medios desconocidos a nosotros, que estas
provincias le estaban cerradas en aquel tiempo; y moviéndose adelante, en la
dirección en la que su Divino guía le permitió ir, se halló en Troas, ciudad en
la costa noroeste del Asia Menor.
Así viajó desde
Antioquia, en el sudeste, hasta Troas, en el noroeste del Asia Menor, evangelizando
por todo el camino.
Debe haber empleado
meses, tal vez aun años; sin embargo, de este largo y laborioso período no
poseemos ningún detalle, excepto tal o cual noticia de su comunicación con los
Gálatas, que podemos encontrar en su epístola a aquella iglesia.
La verdad es que tan
asombrosa como es la historia de la carrera de Pablo dada en los Hechos, este registro
es muy breve e imperfecto; y su vida estuvo mucho más llena de aventuras, de
trabajos y de sufrimientos por Cristo, que lo que la narración de Lucas nos
conduciría a suponer.
El plan de los Hechos
es decir solamente lo que fue más nuevo y característico en cada viaje; pasa
por alto, por ejemplo, todas sus visitas repetidas a los mismos lugares.
Así, hay grandes
vacíos en su historia, que, en realidad, estuvieron tan llenos de interés como
las porciones de su vida de las que tenemos una completa descripción.
Hay una prueba
asombrosa de esto en una epístola que escribió dentro del período cubierto por
los Hechos de los Apóstoles.
Mencionando en su argumentación
algunas de sus aventuras, pregunta:
"¿Son ministros de Cristo? yo más: en trabajos más
abundante; en azotes sin medida; en cárceles más; en muertes muchas veces; de
los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes, menos uno; tres veces he
sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio;
una noche y un día he estado en lo profundo de la mar; en caminos muchas veces;
en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación,
peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto,
peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en
muchas vigilias en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez; sin
otras cosas además, lo que sobre mí se agolpa cada día, la solicitud de todas
las iglesias".
Ahora, de las
aventuras de este catálogo extraordinario, el libro de los Hechos menciona muy
pocas: de las cinco veces que fue azotado por los judíos no cita ninguna; de
las tres veces que fue castigado por los romanos, solamente una; registra la
vez que fue apedreado, pero ninguno de los tres naufragios, porque el naufragio
detallado en los Hechos aconteció más tarde.
No era parte del
designio de Lucas exagerar la figura del héroe que estaba retratando.
Su breve y modesta
narración es más corta que la misma realidad, y al pasar por las pocas y
simples palabras en que condensa la historia de meses o años, nuestra
imaginación requiere ser activa, para llenar el bosquejo con trabajos y labores
a lo menos iguales a aquellos cuya memoria se ha conservado.
Viaje a Europa.- Pareciera que Pablo llegó a Troas bajo la dirección del
Espíritu Santo sin conocimiento de la dirección que tomaría en seguida.
Pero, ¿pudo dudar de
cuál era el intento Divino, cuando, mirando las aguas del Helesponto, vio las
costas de Europa al otro lado?
Estaba ahora dentro
del círculo encantado, donde por varios siglos la civilización había tenido su
hogar, y no podía quedar enteramente ignorante de aquellas historias de guerra
y empresas, ni de aquellas leyendas de amor y valor que han hecho esta parte
del mundo para siempre brillante y querida al corazón del género humano.
Sólo a cuatro millas
de distancia estaba el llano de Troya, donde Europa y Asia se encontraron en la
lucha celebrada en el canto inmortal de Hornero.
No muy lejos de allí
Jerjes, sentado en un trono de mármol, revistó los tres millones de asiáticos
con quienes trató de sujetar a Europa a sus pies.
Por el otro lado de
aquel estrecho estaban Grecia y Roma, los centros de donde habían salido la
instrucción, el comercio, y los ejércitos que gobernaban el mundo.
¿Podría su corazón,
tan ambicioso por la gloria de Cristo, dejar de arder en el deseo de arrojarse
sobre estos fuertes, o dudaría de que el Espíritu le guiaba en esta empresa?
Conoció que Grecia,
con toda su sabiduría, carecía de aquel conocimiento que hace sabio para la
salvación; y que los romanos, aunque fueron los conquistadores de este mundo,
no conocían el modo de ganarse una herencia en el mundo venidero.
Pero en su pecho
llevaba el secreto que ambas requerían.
Puede haber sucedido
que tales pensamientos, moviéndose vagos y confusos en su mente, se proyectaran
en la visión que tuvo en Troas; o ¿fue la visión la que primero despertó en él
la idea de cruzar a Europa?
Mientras dormía al
arrullo del mar Egeo, vio un hombre parado en la ribera opuesta, la que había
visto antes de ir a descansar, llamándole y gritando: "Pasa a Macedonia y ayúdanos".
Aquella figura
representaba a Europa, y su grito demandando ayuda representaba la necesidad
que ella tenía de Cristo.
Pablo reconoció en
todo esto un llamamiento Divino; y el siguiente ocaso del sol que bañó el
Helesponto con su áurea luz brilló sobre el misionero sentado en la cubierta de
un buque cuya proa se movía hacia la costa de Macedonia.
Durante este traslado
de Pablo, de Asia a Europa, estaba verificándose una gran decisión providencial
que nosotros como hijos del Occidente no podemos recordar sin la más profunda gratitud.
El cristianismo se
levantó entre orientales y era de esperarse que se hubiera extendido primeramente
a aquellas razas con quienes los judíos estaban más relacionados.
En lugar de haber
venido hacia el Occidente, podría haber penetrado en el Oriente, podría haber
llegado a Arabia, y haber tomado posesión de aquellas regiones donde la fe del
Falso Profeta ahora levanta su bandera.
Pudiera haber visitado
las tribus errantes del Asia Central, y, atravesando los Himalayas, haber
establecido sus templos a las orillas del Ganges, el Indus, y el Godavary; pudo
haber caminado más allá hacia el Este para sacar a los millones de China del
frío secularismo de Con-fucio.
Si así hubiera
sucedido, los misioneros de la India y del Japón hoy día atravesarían el océano
para venir a predicar a Inglaterra la historia de la cruz; pero la providencia
confirió a Europa la superioridad, y el destino de nuestro continente se
decidió al cruzar Pablo el mar Egeo.
Grecia - Macedonia. - Como Grecia estaba más cerca de las costas de Asia que Roma,
la conquista de dicha nación para Cristo fue el gran móvil de su segundo viaje
misionero.
Como el resto del
mundo en aquel tiempo, encontrábase bajo el dominio de Roma, y los romanos lo habían
dividido en dos provincias.
Macedonia en el Norte
y Acaya en el Sur.
Macedonia fue, por
consiguiente, el primer escenario de la misión griega de Pablo. Estaba
atravesada de oriente a occidente por un gran camino romano, por el cual viajó
el misionero.
Y los lugares de donde
tenemos noticia de sus trabajos son Filipos, Tesalónica y Berea.
El carácter de los
griegos en esta provincia septentrional estaba mucho menos corrompido que en la
más pulida sociedad del Sur.
En el pueblo macedonio
todavía existía algo de la fuerza y el valor que cuatro siglos antes habían
hecho de sus soldados los conquistadores del mundo.
Las iglesias que Pablo
fundó aquí le dieron mucho más consuelo que cualesquiera otras.
Ninguna dé sus
epístolas demuestra más gozo y cordialidad que las que escribió a los
tesalonicenses y filipenses; y como escribió esta última ya muy avanzado en la
carrera de su vida, su perseverancia en el evangelio debe haber sido tan notable
como la bienvenida que le dieron al principio.
En Berea se encontró
con una generosa sinagoga de judíos, la más rara experiencia que tuvo.
Una característica
prominente de la obra en Macedonia fue la parte que tomaban en ella las mujeres.
En medio de la
decadencia general de las religiones en este período, muchas mujeres en todas
partes buscaban la satisfacción de sus instintos religiosos en la fe pura de la
sinagoga.
En Macedonia, tal vez
a causa de su profunda moralidad, estos prosélitos del sexo débil eran más numerosos
que en cualquiera otra parte, de manera que acudieron en gran número a formar
en las filas de la iglesia cristiana.
Esto era un buen
presagio; podemos decir que era la profecía del cambio feliz que la iglesia
cristiana de las naciones de Occidente había de producir en el destino de la
mujer.
Si el hombre debe
mucho a Cristo, la mujer le debe aún más; la ha librado de la degradación de
ser esclava o juguete del hombre, y la ha levantado hasta ser su amiga e igual ante
el cielo; mientras que, por otra parte, una nueva gloria ha sido añadida a la
religión de Cristo, en la delicadeza y dignidad de que se halla investida por
el carácter femenil.
Estas cosas fueron
vivamente ilustradas en los primeros pasos del cristianismo sobre el continente
europeo.
La primera conversión
fue la de una mujer; al celebrarse el primer culto cristiano en el suelo de Europa,
el corazón de Lidia fue abierto para recibir la verdad, y el cambio que se
operó en ella prefiguró lo que la mujer sería en aquel continente bajo la
influencia del cristianismo.
En la misma ciudad de
Filipos se veía, también al mismo tiempo, una imagen representativa de la condición
de la mujer en Europa.
Antes de que el
evangelio llegara allí, en una pobre muchacha poseída de un espíritu de
adivinación y tenida en esclavitud por hombres que hacían su fortuna con la
desgracia de ésta, y a quien Pablo sanó.
Su miseria y su
degradación eran un símbolo de la condición femenina desfigurada; mientras que
el carácter dulce y benévolo de la cristiana Lidia era símbolo de la misma
condición transfigurada.
Otra característica
que hacía notables a las iglesias macedonias era el espíritu de liberalidad.
Insistían en suplir
las necesidades de los misioneros; y aun después que Pablo los había dejado, le
enviaban dádivas para cubrir sus gastos en otras ciudades.
Mucho tiempo después,
cuando él estaba prisionero en Roma, mandaron a Epafrodito, uno de sus
maestros, con dones semejantes a los anteriores, y lo facultaron para quedarse
con él asistiéndole.
Pablo aceptó la
generosidad de estos leales corazones, aunque en otros lugares se hubiera
deshecho las manos y hubiera dejado su descanso natural antes que aceptar tales
favores.
Además, su voluntad de
dar no se debía a superioridad en riquezas; al contrario daban de su pobreza;
estaban pobres cuando comenzaron, y los volvieron aún más pobres las
persecuciones que tenían que sufrir.
Estas persecuciones
fueron más severas después de que Pablo hubo salido, y duraron mucho tiempo.
Por supuesto que en Pablo
fue en quien primero se hicieron sentir. Aunque él tuvo tanto éxito en
Macedonia, al fin le echaron fuera de las ciudades como lo peor de todas las
cosas; esto era generalmente hecho por los judíos que, o fanatizaban a las
turbas y las excitaban contra él, o le acusaban ante las autoridades romanas de
estar introduciendo una nueva religión, turbando la paz, o proclamando un rey
que sería rival de César.
Ellos no querían
entrar en el reino de los cielos ni podrían sufrir que otros entraran.
Pero Dios protegió a
su siervo. En Filipos le libertó de la prisión por un milagro físico, y por un
milagro de gracia, todavía más maravilloso, efectuado en su cruel carcelero; y
en otras ciudades le salvó por medios más naturales.
A pesar de la amarga
oposición, varias iglesias fueron fundadas en ciudad tras ciudad, y de éstas,
las buenas nuevas pasaron a toda la provincia de Macedonia.
Acaya.- Cuando al dejar a Macedonia Pablo caminó al sur con dirección a Acaya,
entró en la verdadera Grecia, el paraíso del genio y del renombre.
La memoria de la
grandeza del país se levantó a su derredor en el camino.
Al partir de Berea
pudo ver tras de sí las nevadas cumbres del monte Olimpo, donde se suponía
habitaban las deidades de Grecia.
Pronto estuvo cerca de
las Termopilas, donde los trescientos inmortales permanecieron firmes contra
millares de bárbaros; y a la terminación de su viaje veía delante de él la isla
de Salamina, donde otra vez la Grecia fue salvada de destrucción por el heroísmo
de sus hijos.
Atenas. - El destino de Pablo era Atenas, la capital del país. Al entrar en la
ciudad no pudo ser insensible a los grandes recuerdos estrechamente unidos a
sus calles y monumentos.
Aquí la inteligencia
humana había brillado con un esplendor que no ha exhibido nunca en otra parte.
En la edad de oro de
su historia Atenas poseía muchos más hombres del más alto genio que los que jamás
hayan vivido en cualquiera otra ciudad.
Hasta hoy, sus nombres
llenan de gloria el suyo.
Sin embargo, aun en el
tiempo de Pablo la viviente Atenas era cosa del pasado.
Cuatrocientos años
habían transcurrido desde su edad de oro, y en el curso de estos siglos había
experimentado un triste decaimiento.
Habían degenerado la
filosofía, la oratoria, el arte, la poesía. Vivía de su pasado.
Sin embargo, aún tenía
un gran nombre, y estaba llena de cierta cultura y saber.
Abundaba en filósofos,
así llamados, de diferentes escuelas, y en maestros y profesores de toda variedad
de conocimientos; y millares de extranjeros de la clase rica, reunidos de todas
partes del mundo, vivían allí para estudiar o para satisfacer sus inclinaciones
intelectuales.
Todavía representaba
para el visitante inteligente uno de los grandes factores en la vida del mundo.
Con la maravillosa
adaptación que le capacitó para ser todas las cosas a todos los hombres, Pablo
se adaptó a este pueblo también.
En la plaza o en el
lugar de los sabios entraba en conversación con los estudiantes y filósofos,
como Sócrates había acostumbrado hacerlo en el mismo lugar hacía cinco siglos.
Pero Pablo encontró
aún menos apetencia de la verdad que el más sabio de los griegos.
En vez del amor a la
verdad, una insaciable curiosidad intelectual poseía a los habitantes.
Esta los hizo bastante
complacientes para tolerar a cualquiera que les presentara una nueva doctrina:
y entre tanto que Pablo desarrollaba la parte meramente especulativa de su
mensaje, le escuchaban con placer.
Su interés pareció
aumentar y al fin una multitud de ellos le llevaron al Areópago, el centro
mismo de los esplendores de su ciudad, y le pidieron una presentación completa
de su fe.
Cumplió con sus
deseos, y en el magnífico discurso que allí pronunció, gratificó muy
satisfactoriamente su gusto peculiar, al desenvolver en oraciones de la más
noble elocuencia las grandes verdades de la unidad de Dios y la unidad de los
hombres que forman la base del cristianismo.
Pero cuando avanzó de
estos preliminares a tocar la conciencia de su auditorio y a hablarles de su
propia salvación, le abandonaron todos.
Partió de Atenas, y
nunca volvió a ella. En ninguna parte había fracasado tan completamente.
Solía sufrir la más
violenta persecución y reanimarse con corazón alegre; pero hay algo peor que la
persecución para una fe tan vehemente como era la suya.
Y aquí lo encontró. Su
mensaje no despertó ni interés ni oposición.
Los atenienses nunca
pensaron en perseguirle; simplemente no hicieron caso de lo que dijo "este palabrero"; y tan frío
desdén le cortó más severamente que las piedras del populacho o las varas de
los lictores. (Lictor (plural lictores). Los lictores eran funcionarios
públicos que durante el periodo republicano de la Roma clásica se encargaban de
escoltar a los magistrados curules, marchando delante de ellos, e incluso de
garantizar el orden público y custodia de prisioneros, desempeñando funciones
que hoy podríamos identificar con la "policía local".
Los lictores debían
ser ciudadanos romanos de pleno derecho, aunque el sueldo y la condición social
del cargo debieron de ser más bien escasos.)
Quizá nunca se había sentido
tan desanimado.
Cuando dejó a Atenas pasó
a Corinto, la otra gran ciudad de Acaya; y él mismo nos dice que llegó allí en
flaqueza, y en temor, y en mucho temblor.
Corinto.- Había en Corinto bastante del espíritu de Atenas para que estos
sentimientos no desaparecieran fácilmente.
Corinto era la capital
mercantil de Grecia y Atenas la intelectual. Pero los corintios también estaban
llenos de curiosidad disputadora e intelectual orgullo.
Pablo temió tener una
recepción semejante a la de Atenas; ¿pudo ser que estos fueran pueblos para
quienes el evangelio no tuviera mensaje?
Esta fue la difícil
cuestión que le hizo temblar. Parecía no haber en ellos nada que el evangelio
afectara.
Parecían no sentir
necesidades que éste pudiera satisfacer.
Hubo otros elementos
de desmayo en Corinto. Era el París de los tiempos antiguos, una ciudad rica y
lujuriosa, enteramente entregada a la sensualidad.
Se desplegaba el vicio
sin vergüenza, en formas que infundieron desesperación en la mente purísima de
Pablo.
¿Podrían los hombres
rescatarse de las garras de vicios tan monstruosos? Además la oposición de los
judíos se levantó con malignidad mayor que la usual.
Por fin tuvo que
abandonar la sinagoga, y lo hizo con expresiones de los más fuertes
sentimientos.
¿Iba el soldado de
Cristo a ser arrojado del campo, y forzado a confesar que el evangelio no
estaba adaptado a la nación culta? Así le pareció.
Pero vino un cambio.
En el momento crítico Pablo fue visitado con una de aquellas visiones que
solían serle concedidas en las crisis más penosas y decisivas de su historia.
El Señor le apareció
en la noche, diciéndole: "No temas,
sino habla, y no calles. Porque yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal;
porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad".
El apóstol se reanimó
y las causas del desmayo comenzaron a desaparecer. Se desplegó en oposición de
los judíos cuando llevaron a Pablo con violencia ante Galio, el gobernador
impuesto allí por los romanos, pero fueron despedidos de su tribunal con
ignominia y desdén.
El mismo presidente de
la sinagoga llegó a ser cristiano, y las conversiones multiplicáronse entre los
corintios nativos.
Pablo gozó el solaz de
vivir bajo el techo de Aquila y Priscila, amigos leales, de su propia raza y ocupación.
Permaneció año y medio
en la ciudad y fundó una de las más interesantes de sus iglesias, plantando así
el estandarte de la cruz también en Acaya, y probando que el evangelio es el
poder de Dios para salvación aun en los centros de la sabiduría del mundo.
El tercer viaje
Éfeso.- Debe haber sido una historia conmovedora la que Pablo tenía que contar
en Jerusalén y Antioquía, cuando volvió de su segunda expedición; pero no
estaba dispuesto a dormir sobre sus laureles, y no mucho tiempo después
emprendió su tercer viaje.
Era de esperarse que,
habiendo en el segundo establecido el evangelio en Grecia, ahora dirigiera sus
miradas a Roma.
Pero si consultamos un
mapa, observaremos que en medio, entre las regiones del Asia Menor, que había
evangelizado durante su primera campaña misionera, y las provincias de Grecia,
en donde había establecido iglesias durante la segunda, hay un espacio, la
provincia populosa del Asia, al Occidente del Asia Menor.
A esta región se
dirigió en su tercer viaje.
Permaneciendo por tres
años en Éfeso, su capital, se puede asegurar que llenó este espacio y conectó
las conquistas de sus anteriores campañas.
En realidad, este
viaje incluía, al principio, una visita a todas las iglesias anteriormente
fundadas en Asia Menor, y al fin una violenta visita a las iglesias de Grecia;
pero fiel a su plan de detenerse solamente en lo que era nuevo en cada expedición,
el autor de los Hechos sólo nos ha suministrado detalles con relación a Éfeso.
Esta ciudad era en
aquel tiempo el Liverpool del Mediterráneo. Poseía un espléndido puerto en el
que estaba concentrado el tráfico del mar que era entonces el camino real de
todas las naciones; y como Liverpool tiene detrás de sí las grandes ciudades
del Lancashire, así Éfeso tenía tras de sí y a su derredor las ciudades que se
mencionan con ella en las epístolas a las iglesias y en el libro de
Apocalipsis: Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia, y Laodicea. Era una
ciudad de vastas riquezas, y se había entregado a toda clase de placeres; se recordará
que su teatro e hipódromo eran de fama universal.
Pero Éfeso era todavía
más famosa como ciudad sagrada. Era el asiento del culto a la diosa Diana, cuyo
templo era uno de los más célebres altares del mundo antiguo.
Dicho templo era inmensamente
rico y albergaba a un gran número de sacerdotes.
Era lugar de concurso,
en ciertas estaciones del año, de multitudes de peregrinos de las regiones
vecinas; y los habitantes de la ciudad florecían ministrando de varias maneras
a esta gente supersticiosa.
Los plateros hicieron un
oficio de la fabricación de pequeñas imágenes de la diosa, semejantes a la que
existía en el templo, y que se decía haber caído del cielo.
Copias de los
caracteres místicos grabados en esta antigua reliquia se vendían como encantos.
Pululaban en la ciudad
los hechiceros, adivinos, interpretadores de sueños y otras muchas gentes de
esta clase, que explotaban a los marineros, peregrinos y comerciantes que
frecuentaban el puerto.
Polémica sostenida contra la superstición.- El trabajo de Pablo tenía, por
consiguiente, que asumir la forma de polémica contra la superstición.
Efectuó tan grandes
milagros en el nombre de Jesús, que algunos de los engañadores judíos trataron
de echar fuera demonios invocando el mismo nombre; pero el atentado no les
produjo más que una derrota.
Algunos otros
profesores de artes mágicas fueron convertidos al cristianismo y quemaron sus
libros.
Los vendedores de objetos
de superstición veían que su industria se les escapaba de las manos.
A tal grado llegó esto
en una de las fiestas de la diosa, que los plateros, cuyo tráfico en pequeñas
imágenes se estaba arruinando, organizaron una revuelta contra Pablo, que se
verificó en tal teatro y tuvo tanto éxito que le obligaron a salir de la
ciudad.
Pero no salió antes de
que el cristianismo se hubiera establecido firmemente en Éfeso, y el faro del
evangelio resplandeciera brillante en la costa asiática, correspondiéndose con
el que fulguraba en las costas de Grecia, al otro lado del Egeo.
Tenemos un monumento
de su éxito en las iglesias establecidas por todas las cercanías de Éfeso, a
las que San Juan habló unos cuantos años después en el Apocalipsis; porque
fueron probablemente el fruto indirecto de los trabajos de Pablo.
Pero tenemos un
monumento mucho más admirable de ello en la epístola a los Efesios.
Este es, tal vez, el
más profundo libro que hay. Y, sin embargo, su autor esperaba evidentemente que
los efesios lo entendieran.
Si los discursos de
Demóstenes, con su compacta y sólida demostración, entre cuyas articulaciones
ni el filo de la hoja de navaja se puede introducir, son un monumento de la
grandeza intelectual de Grecia, que los escuchaba con placer; si los dramas de Shakespeare,
con sus profundas opiniones de la vida y su lenguaje oscuro y complejo, son un testimonio
de la fuerza intelectual de la época de Isabel, que podía gozarse en un lugar
de entretenimiento con tan sólidos asuntos; entonces la Epístola a los Efesios,
que investiga las mayores profundidades de la doctrina de Cristo y que se eleva
hasta las mayores alturas de la experiencia cristiana, es un testimonio del
adelanto que los convertidos de Pablo habían alcanzado bajo su predicación en Éfeso.