FUNDACIÓN TU NUEVA ALEGRÍA

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lunes, 17 de febrero de 2014




Capítulo 4

SU EVANGELIO

Su permanencia en Arabia

Cuando un hombre ha sido repentinamente convertido, como Pablo, por lo general es guiado por un fuerte impulso a dar testimonio de su caso.
Tal testimonio es muy impresionante, porque es el de un alma que está recibiendo sus primeras luces de las realidades del mundo invisible; y hay tal viveza en el informe que da de ellas, que produce los efectos irresistibles de la realidad y la evidencia.
No podemos decir con certeza si Pablo se entregó de una vez a este impulso o no.

El lenguaje del libro de los Hechos, donde se dice que "luego predicó a Cristo en las sinagogas", nos conduciría a suponerlo.
Pero aprendemos de sus escritos, que hubo otro impulso poderoso que al mismo tiempo tenía influencia sobre él; y es difícil averiguar a cuál de los dos obedeció primero.
Este impulso fue el deseo de retirarse a la soledad y profundizar el significado y los resultados de lo que le había acaecido.
No sería extraño que él considerara esto como una necesidad. Había sido ejemplarmente leal a su primer credo y lo había consagrado todo a él; pero verlo de repente despedazado debe haber sido cosa que le trastornó de un modo muy severo.
La nueva verdad que le había iluminado fue tan penetrante y revolucionaria que no podía ser entendida de una vez en todas sus relaciones.
Pablo era un pensador de nacimiento. No le era suficiente experimentar alguna cosa; tenía que comprenderla y ajustaría a la estructura de sus convicciones.
Por este motivo, inmediatamente después de su conversión, partió, según él mismo nos lo dice, para Arabia.
En verdad no expresa el objeto que le llevó allá; pero como no hay ningún registro de sus predicaciones en aquel país, y la declaración de su viaje se halla en medio de una vehemente defensa de la originalidad de su evangelio, podemos concluir con una muy considerable certeza, que se retiró con el fin de comprender las relaciones y los detalles de la revelación de que había sido hecho poseedor.
En el silencio de su retiro solitario formuló su importantísima consulta, y cuando volvió a los hombres, ya estaba en posesión de aquel juicio del cristianismo que tan peculiar le fue, y que más tarde formó el tema de sus predicaciones.

Hay alguna duda en cuanto al lugar preciso de su retiro, porque Arabia es una palabra de vago y variable significado.
Pero más probablemente denota la Arabia de las peregrinaciones, cuyo punto de cita principal !Fue el Monte Sinaí.
Era éste un recinto santificado por grandes memorias y por la presencia de varios de los prohombres de la revelación. Aquí Moisés había visto la zarza ardiendo, y se había comunicado con Dios en la cima de la montaña. Aquí Elías se había retirado, perdida la esperanza, y bebido de nuevo en las fuentes de la inspiración.
¿Qué lugar hubiera sido más a propósito para las meditaciones de este sucesor de aquellos hombres de Dios?
En los valles donde el maná cayó, y a la sombra de las cumbres que habían ardido a los pies de Jehová, profundizó el problema de su vida.
Es un gran ejemplo, pues la originalidad en la predicación de la verdad religiosa depende de la intuición solitaria de ella.
Pablo gozó de la especial inspiración del Espíritu Santo; pero esto no hizo innecesaria la actividad concentrada de su mente, sino la hizo más intensa; y la claridad y certidumbre de su evangelio fueron debidas a estos meses de meditación en el desierto.

Su retiro puede haber durado un año o más; porque entre su conversión y su partida final de Damasco, adonde volvió desde Arabia, pasaron tres años, y uno de ellos, a lo menos, fue empleado en el camino.
No tenemos registro detallado de cuáles eran los bosquejos de su evangelio, hasta un período muy posterior a éste; pero como dichos bosquejos, cuando se distinguen por primera vez, son sólo un trasunto de las características de su conversión, y como su intelecto trabajó mucho y poderosamente en la interpretación de este evento en aquel período, no puede dudarse de que el evangelio bosquejado en las Epístolas a los Romanos y a los Gálatas era en sustancia el mismo que había predicado desde el principio. Estamos seguros en inferir de estos escritos nuestra historia de sus meditaciones en Arabia.

El fracaso de la justificación humana

El punto de partida del pensamiento de Pablo era todavía la convicción, heredada de generaciones piadosas, de que el verdadero fin y la felicidad del hombre consisten en gozar del favor de Dios.
Este fin había de ser alcanzado por la justicia: solamente con los justos podía Dios estar en paz; y solamente a ellos podía favorecer con su amor.
Por esta razón, alcanzar la justicia debía ser el móvil principal del hombre.
Pero el hombre no había alcanzado la justicia, y por ello había perdido el favor de Dios, y se había expuesto a su ira.
Pablo prueba esto llamando la atención hacia el cuadro de la historia de los hombres en los tiempos precristianos, en sus dos grandes secciones, la de los gentiles y la de los judíos.

El fracaso de los gentiles.- Los gentiles fracasaron. Podía, en verdad, suponerse que no habían tenido las condiciones preliminares para buscar la justicia, porque no gozaron de la ventaja de una revelación especial.
Pero Pablo sostiene que aun los gentiles conocen bastante de Dios para tener conciencia del deber de buscar la justicia.
Hay una revelación natural de Dios en sus obras, y en el íntimo sentido humano, suficiente para iluminar a los hombres en cuanto a este deber. Pero los gentiles, en vez de hacer uso de esta luz, la extinguieron culpablemente.
No quisieron retener a Dios en su conocimiento ni conformarse con las restricciones que está sola noción les imponía.
Corrompieron la idea de Dios para proporcionarse los goces de una vida inmoral.
La venganza de la naturaleza vino sobre ellos en el oscurecimiento y la confusión de sus inteligencias.
Cayeron en la insensatez de cambiar la naturaleza gloriosa e incorruptible de Dios en la imagen de hombres y bestias, aves y reptiles.
A esta degeneración intelectual siguió una degeneración moral más profunda. Dios, cuando ellos le abandonaron, les abandonó a ellos también; y cuando su gracia restrictiva fue quitada, cayeron en los abismos de la podredumbre moral.
La concupiscencia y la pasión les dominaron, y su vida llegó a ser una masa de enfermedades morales.
Hacia el fin del primer capítulo de la epístola a los Romanos las características de su condición son bosquejadas en colores que podían haberse tomado de la habitación de los demonios, pero que fueron tomados literalmente, como se prueba con toda claridad por las páginas aun de los historiadores gentiles, de la condición de las naciones paganas cultas en aquel tiempo.
Esta, entonces, era la historia de una mitad del género humano: había caído enteramente de la justicia, y se expuso a la ira de Dios, que es revelada del cielo contra toda injusticia de los hombres.

El fracaso de los judíos. — Los judíos componían la otra mitad del mundo. ¿Habían tenido éxito donde los gentiles habían fracasado? Gozaron, en verdad, de grandes ventajas sobre los gentiles, porque poseyeron los oráculos de Dios, en los cuales la naturaleza Divina fue exhibida en una forma que la hizo inaccesible a la perversión humana, y la ley Divina fue escrita con igual claridad en la misma forma.
¿Pero habían aprovechado estas ventajas? Una cosa es saber la ley, y otra cumplirla; y la justicia consiste en cumplirla, no en saberla. Entonces,
¿habían cumplido la voluntad de Dios, la cual conocieron? Pablo había vivido en la misma Jerusalén en donde Jesús atacó la corrupción e hipocresía de los escribas y fariseos; había examinado íntimamente las vidas de los representantes de su nación; y no vacila en acusar a los judíos en masa de los mismos pecados que a los gentiles; va todavía más allá: dice que por ellos el nombre de Dios fue blasfemado entre los gentiles.
Se jactaban de su conocimiento, y de ser los que llevaban la antorcha de la verdad, cuya llama resplandeciente sacó a luz los pecados de los paganos.
Pero su religión era una crítica amarga de la conducta de otros. Se olvidaron de examinar su propia conducta a la luz de la misma antorcha; y mientras repetían, "no hurtes", "no cometas adulterio", y una multitud de otros mandamientos, ellos mismos eran culpables de estos pecados.
En estas circunstancias, ¿qué bien reportaban de sus conocimientos? Solamente les condenaron más; porque su pecado era en contra de la luz.
Mientras los paganos conocían tan poco que sus pecados eran comparativamente inocentes, los pecados de los judíos eran conscientes y presuntuosos.
La superioridad de que se jactaban se convirtió por esta razón en inferioridad. Fueron mucho más condenados que los gentiles a quienes despreciaron, y se expusieron a una maldición más pesada.

La caída, la causa fundamental del fracaso.- La verdad es que tanto los gentiles como los judíos habían fracasado por una misma razón.
Seguid estas dos corrientes hasta los manantiales de su origen y llegaréis a un punto donde no son dos corrientes sino una y antes que la bifurcación aconteciera, algo había sucedido que predeterminó el fracaso de ambos.
En Adán todos cayeron, y de él todos, tanto gentiles como judíos, heredaron una naturaleza demasiado débil para alcanzar la justicia.
La naturaleza humana es carnal ahora, no espiritual. Y por esto no es capaz de esta acción espiritual suprema.
La ley no pudo alterar esto; no tuvo poder creador para hacer de lo carnal espiritual; al contrario agravó el mal; en realidad, multiplicó las ofensas, porque su descripción plena y clara de los pecados, que hubiera sido una incomparable guía para la naturaleza normal y sana, se convirtió en tentación para la naturaleza morbosa.
El mismo conocimiento del pecado impele a hacerlo; el mismo mandamiento de no hacer alguna cosa es para la naturaleza enferma una razón de hacerla.
Este fue el efecto de la ley: multiplicó y agravó las transgresiones y este fue el intento de Dios.
No que fuera el autor del pecado, sino que como un hábil médico, que algunas veces tiene que usar ciertas medicinas para madurar una llaga antes de curarla, así Dios permitió que los paganos siguieran su propio camino, y dio a los judíos la ley para que el pecado de la naturaleza humana exhibiera todas sus cualidades inherentes antes de intervenir en su curación.
La curación, sin embargo, fue su constante y real propósito; les encerró a todos bajo el pecado para tener de todos también misericordia.

La justificación de Dios

La desesperación del hombre fue la oportunidad para Dios. No, en verdad, en el sentido de que habiendo fracasado un modo de salvación, Dios inventara otro.
La ley nunca, en su intento, había sido un modo de salvación; fue solamente un medio de ilustrar la necesidad de la salvación.
Pero el momento en que esta demostración llegó a ser completa, fue la señal para que Dios manifestara el método que había guardado en su consejo durante las generaciones de la prueba humana.
Nunca había sido su intento permitir que el hombre fracasara en su verdadero fin, solamente dio tiempo para probar que el hombre caído nunca podía alcanzar la justificación por sus propios esfuerzos; y cuando se hubo demostrado que la justificación del hombre era imposible, reveló su secreto, la justificación de Dios.

Este fue el cristianismo. Esta fue la suma, y éste fue el resultado de la misión de Cristo: conferir al hombre, como un don gratuito, lo que es indispensable para su felicidad, pero que él mismo no ha podido alcanzar.
Es un acto Divino; es la gracia; y el hombre lo obtiene reconociendo que él mismo no ha podido alcanzarlo, y aceptándolo de Dios. Se obtiene por la fe solamente. Es la justificación de Dios por la fe en Jesucristo para todos los que creen.
Aquellos que así la reciben entran desde luego en la posesión de la paz y favor de Dios, que es en lo que consiste la felicidad humana y que fue el fin que tenía delante Pablo cuando se esforzaba en alcanzar la justificación por la ley.
"Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios".
Es una vida brillante de gozo, paz, y esperanza la que disfrutan aquellos que han llegado a conocer este evangelio.
Puede haber pruebas en ella; pero cuando la vida del hombre descansa en la adquisición de su verdadero fin, las pruebas son ligeras, y todas las cosas actúan juntamente para bien.
Esta justificación de Dios es para todos los hijos de los hombres. No para los judíos solamente, sino para los gentiles también.
La demostración de la incapacidad del hombre para alcanzar la justificación fue hecha de acuerdo con el propósito Divino en ambas secciones de la raza humana, y su cumplimiento fue la señal para la exhibición de la gracia de Dios igualmente a ambas.

La obra de Cristo no fue para los hijos de Abraham, sino para los hijos de Adán. Como en Adán todos murieron, así todos en Cristo vivirán.
Los gentiles no tenían necesidad de sujetarse a la circuncisión y guardar la ley para poder ser salvos, porque la ley no era parte de la salvación; perteneció enteramente a la demostración preliminar del fracaso del hombre; y cuando había cumplido este servicio, estuvo lista para desaparecer.
La única condición humana de obtener la justificación de Dios, es la fe; y esta condición es tan accesible al gentil como al judío.
Esta fue una deducción de la propia experiencia de Pablo. En su conversión había sido tratado, no como judío sino como hombre.
Ningún gentil hubiera tenido menos derecho de obtener la salvación por los propios méritos que él.
Pero la ley, lejos de conducirle un solo paso hacia la salvación, le había apartado todavía más de Dios que a cualquier gentil, y le había arrojado en una condenación más profunda.
Entonces, ¿para qué aprovecharía a los gentiles estar colocados en tal puesto? Para obtener la justificación, en la cual ahora Pablo se regocijaba, no había hecho nada que no hubiera estado en el poder de todo ser humano.

Fue este amor universal de Dios, revelado en el evangelio, lo que inspiró a Pablo su ilimitada admiración del cristianismo.
Sus simpatías habían sido restringidas y limitadas a una concepción mezquina de Dios. La nueva fe libertó su corazón y lo sacó al aire libre y puro.
Dios vino a ser un nuevo Dios para él. Llama su descubrimiento el misterio que había sido escondido por edades y generaciones, pero que había sido revelado a él y a los demás apóstoles.
Le pareció ser el secreto de los tiempos y estar destinado para inaugurar una nueva era, mucho mejor que cualquiera otra que el mundo hubiera visto.
Lo que los reyes y profetas no habían conocido, le había sido revelado a él. Se le presentó como la mañana de una nueva creación.
Dios ofrecía ahora a todos los hombres la suprema felicidad de la vida; aquella justificación por la que se habían esforzado en vano en las edades pasadas.
Este secreto de la nueva época, en realidad, no había sido totalmente ignorado en los tiempos anteriores. Había sido atestiguado por la ley y por los profetas.
La ley pudo dar testimonio de él sólo negativamente, por la demostración de su necesidad.
Pero los profetas lo anticiparon de un modo positivo.
David, por ejemplo, describió la bienaventuranza del hombre a quien Dios ha imputado la justificación sin obras.
Todavía más claramente Abraham lo había anticipado. Fue un hombre que alcanzó la justificación, y no por las obras, sino por la fe. Creyó en Dios, y le fue imputado a él para justificación.
La ley nada tenía que ver con su justificación, porque no existió hasta cuatro siglos después; ni la circuncisión tenía que ver con ella, porque fue justificado antes que este rito se instituyera.

En resumen, fue como hombre y no como judío que fue tratado por Dios, y Dios pudo tratar a cualquier ser humano de la misma manera.
El camino escabroso de la justificación legal, sagrado en concepto de Pablo, le había hecho pensar alguna vez que Abraham y los profetas lo habían recorrido antes que él.
Ahora conoció que su vida de místico gozo y sus salmos de santa calma fueron inspirados por experiencias muy diferentes, las cuales ahora estaban difundiendo la paz del cielo también en su corazón.
Pero solamente los primeros rayos de la mañana habían sido vistos por ellos; el día perfecto había llegado en el tiempo de Pablo.
El descubrimiento de Pablo de este camino de la salvación fue una experiencia actual.
Conoció simplemente que Cristo, en el momento en que lo encontró, le había colocado en aquella posición de paz y favor con Dios que tanto había buscado en vano; y en cuanto pasó el tiempo, sintió más y más que en esta posición estaba disfrutando la verdadera felicidad de la vida.
De aquí en adelante su misión sería proclamar este descubrimiento en su realidad simple y concreta bajo el nombre de la justificación de Dios.
Pero un entendimiento como el suyo no pudo menos que preguntar cómo la posesión de Cristo había hecho tanto para él.
En el desierto de Arabia estudió esta cuestión, y el evangelio que predicó después contenía la respuesta luminosa.

De Adán sus hijos reciben una triste doble herencia: una deuda de culpas que no pueden reducir, pero que, en cambio, está creciendo constantemente, y una naturaleza carnal incapaz de alcanzar la justificación.
Estas son las dos características de la condición religiosa del hombre caído, y son la doble fuente de todas sus miserias.
Pero Cristo es un nuevo Adán, una nueva cabeza de la humanidad; y aquellos que están unidos con Él por la fe llegan a ser herederos de una doble herencia de clase precisamente opuesta.
Por un lado, como por nuestro nacimiento en la línea del primer Adán heredamos la culpa inevitablemente, así por nuestro nacimiento, en la línea del segundo conseguimos una herencia ilimitada de méritos, que Cristo, como la cabeza de su familia, hace de propiedad común para sus miembros.
Esto extingue la deuda de nuestra culpa y nos hace ricos en la justificación de Cristo. "Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia del otro los muchos serán constituidos justos".
Por otro lado, de la misma manera que Adán trasmitió a su posteridad una naturaleza carnal alejada de Dios e incapaz para la justificación, así el nuevo Adán imparte a la raza, de la que es Cabeza, aquella naturaleza espiritual inclinada hacia Dios y que se goza en la justificación.

La naturaleza del hombre, según Pablo, consta normalmente de tres elementos:
Cuerpo, alma y espíritu. En su constitución original, estos ocuparon relaciones definidas de superioridad y subordinación unos respecto de otros, siendo supremo el espíritu, inferior el cuerpo, y ocupando el alma una posición media.
Pero la caída desarregló este orden, y todos los pecados consisten en la usurpación por el cuerpo o el alma del lugar del espíritu.
En el hombre caído, estas dos secciones inferiores de su naturaleza, que juntas forman lo que Pablo llama la carne, o sea aquel lado de la naturaleza humana que mira hacia el mundo y hacia el tiempo, han tomado posesión del trono y gobiernan completamente la vida; mientras el espíritu, el lado del hombre que ve hacia Dios y hacia la eternidad, ha sido destronado y reducido a la condición de ineficacia y muerte.
Cristo restaura la superioridad perdida del espíritu del hombre, tomando posesión de él por su propio Espíritu.
Su Espíritu mora en el espíritu humano, vivificándolo y sustentándolo con una fuerza tan creciente que llega a ser más y más la parte suprema de la constitución humana.
El hombre cesa de ser carnal y llega a ser espiritual. Es guiado por el Espíritu de Dios y viene a estar más y más en armonía con todo lo que es Santo y Divino.
Pero la carne no se sujeta fácilmente a la pérdida de la supremacía. Interrumpe y obstruye la marcha progresiva del espíritu, y lucha para volver a tomar posesión del trono.
Pablo ha descrito con viveza terrible esta lucha en la que todas las generaciones de los cristianos han reconocido los caracteres de su experiencia más profunda.
Mas el resultado de la lucha no es dudoso. El pecado no volverá a tener dominio sobre aquellos en quienes el Espíritu de Cristo mora, ni les alejará de su posición en el favor de Dios.

Las peculiaridades notables del evangelio de Pablo

Tales son los bosquejos sencillos del evangelio que Pablo trajo consigo de la soledad de Arabia, y que después, con entusiasmo incansable predicó.
Este evangelio no pudo menos que ser mezclado en su mente y en sus escritos con las peculiaridades de su propia experiencia como judío, y éstas hacen difícil para nosotros comprender su sistema en algunos de sus detalles.
La creencia en la cual había sido educado, de que ningún hombre podía ser salvo sin hacerse judío, y las nociones acerca de la ley, de las que tuvo que librarse, están muy distantes de nuestras simpatías modernas.
Sin embargo, su teología no pudo formularse en su entendimiento, sino en contraste con estas concepciones falsas.
Esto posteriormente vino a ser todavía más inevitable cuando se encontró con sus antiguos errores sirviendo como lemas de un partido dentro de la misma iglesia cristiana contra el cual tuvo que hacer una larga y obstinada guerra.
Aunque este conflicto le forzó a expresar con mayor claridad sus opiniones, las embarazó con referencias a sentimientos y creencias que ahora han perdido su interés entre los hombres.
Pero a pesar de estos obstáculos, el evangelio de Pablo sigue siendo una propiedad de valor incalculable para la raza humana.
Su investigación profunda del fracaso y de las necesidades de la naturaleza humana, su maravilloso desenvolvimiento de la sabiduría de Dios en la educación del mundo precristiano, y su presentación de la profundidad y universalidad del amor Divino, figuran entre los elementos más notables de la revelación.

Pero es en su manera de concebir a Cristo en lo que el evangelio de Pablo lleva su corona imperecedera.
Los evangelistas bosquejaron con numerosas características de hermosura simple y conmovedora la manera de la vida terrestre del hombre Jesús, y en éstos se buscará el modelo de la conducta humana; pero para Pablo fue reservada la tarea de hacer conocer en sus alturas y profundidades la obra que el Hijo de Dios cumplió como Salvador de la raza.
Pocas veces se refiere a los incidentes de la vida terrestre de Cristo, aunque aquí y allí manifiesta que los conoció bien.
Para él, Cristo fue siempre el Ser Glorioso, brillando con el resplandor del cielo, que le había aparecido en el camino de Damasco, y el Salvador que le había elevado a la paz y gozo celestiales de la nueva vida.
Cuando la iglesia de 'Cristo piensa en su Cabeza como libertador del alma del pecado y de la muerte, como influencia espiritualizadora que siempre está con ella y actúa siempre en cada uno de los creyentes, y como Señor sobre todas las cosas, el cual vendrá otra vez aparte de pecado para salvación, lo hace en formas de pensamiento dadas por el Espíritu Santo por instrumentalidad de Pablo.

martes, 11 de febrero de 2014





La tranquilidad de la oficina se vio rota con una llamada telefónica de Sarita, una de las diaconizas de nuestra congregación a quien por su ternura y avanzada edad, consideré siempre muy frágil.

Murió Raúl, mi hijo. Hace veinte minutos Siete palabras que resumían el drama que experimentaba esta piadosa mujer. Llevaba varias semanas cuidándolo en el hospital. Cada que podía venía al servicio religioso, se arrodillaba en un extremo del templo y clamaba a Dios, unas ocasiones con desespero, otras con desasosiego y las más de las veces, con serenidad. Tú puedes sanar a mi hijo Oh Divino Señor  repetía una y otra vez.

No sabía que decir. Por algunos instantes guardé silencio. ¿Qué palabras son las más apropiadas en momentos así? Estaba en una verdadera encrucijada. Imagino que usted también cuando se trata de extender una voz de aliento a quien ha perdido a un ser querido.
--Sarita, yo... –interrumpí. No sabía cómo avanzar...
--No se preocupe, pastor, estoy tranquila. Dios me ha dado paz. Llamaba para informarles que todo está dispuesto. El sepelio será mañana. Esté tranquilo, yo estoy tranquila — cortó la comunicación. Apenas natural. Andaba apurada.
Me quedó meditando. No sabía qué decir. Tampoco qué hacer. Minutos después reflexioné en la tranquilidad que embargaba a esta querida anciana de nuestra congregación. Su corazón estaba dolido por la pérdida de su hijo mayor. Pero en medio de las circunstancias, guardaba la calma.
Un día después del funeral la vi de nuevo. –Pastor, espero que sigamos avanzando en la preparación de la vigilia de oración—me dijo. Sonreía con paz en su corazón...

¿Cómo enfrentar la adversidad?

¿Cómo enfrentar exitosamente las circunstancias adversas que con frecuencia nos roban la paz? Ante todo, el secreto estriba en la actitud que asumamos en situaciones apremiantes.
Hay quienes dimensionan un problema y lo convierten en gigante. Otros por el contrario se toman el tiempo suficiente para medir cuidadosamente la magnitud del obstáculo que enfrentan. La actitud es determinante en la búsqueda de soluciones. ¿Cuál es la actitud más indicada? La actitud de esperanza que se desprende de alguien que tiene una sólida fe en Dios y sabe que no hay problema grande que Él no pueda resolver.
Hasta aquí hemos comenzado con el centro del asunto. Ahora vamos a analizar cuidadosamente cómo se presentan las circunstancias adversas y de qué manera afectan el estado de ánimo y nos impiden pensar con claridad.

La adversidad es inevitable

Con más frecuencia de lo que debiéramos, olvidamos que las circunstancias adversas son inevitables. Están ligadas a la vida de todo ser humano, tanto como su sombra o quizá, el cansancio después de un día ajetreado. No podemos evitarlas, pero sí que hagan mella en nuestro ser.
Habacuc --un profeta de la antigüedad-- describe ese panorama ensombrecido y preocupante cuando, bajo inspiración del Espíritu Santo, escribió: “Aunque la higuera no florezca, Ni en las vides haya frutos, Aunque falte el producto del olivo, Y los labrados no den mantenimiento, Y las ovejas sean quitadas de la majada, Y no haya vacas en los corrales...” (Habacuc 3:17).

Trasládese a la situación que estaba enfrentando. Todo a su alrededor era caos. No tenía  solidez económica. Sus expectativas de ganancia como ganadero o agricultor, se habían esfumado. No había absolutamente nada de qué echar mano. Y para agravar el cuadro, el horizonte poblado de nubarrones, parecía persistir.
¿Le ha ocurrido alguna vez? Todo se conjuga para traer malas noticias.
Problemas en casa, problemas en la iglesia, problemas en el trabajo, problemas con los vecinos. Abre la puerta, y encuentra dificultades. Nos acostamos y no quisiéramos despertar. Para qué… –pensamos— si solo hallaremos nuevas dificultades cuando despierte el día.

Una actitud de fe, cambia nuestra apreciación de la crisis

La señora que nos sirve o nos atiende en la oficina iba a recoger los vasos vacíos. Al menos eso creía ella. Uno no estaba vacío. El mío. El contenido se volcó sobre el escritorio. Y en cuestión de segundos el manuscrito sobre el que había trabajado tanto tiempo para insertarlo en nuestra página web, estaba empapado de café tinto.
¿Qué hacer? ¿Cuál era la salida en una  circunstancia así? ¿Enojarme? ¿Llamarle la atención y pedirle que tuviera más cuidado? ¿Elevar el tono de voz y hacerle sentir que había cometido un “enorme error” por descuido? O más bien, ayudar a reparar el daño y poner a secar las páginas, tratando de salvar las que más pudiera. Sin duda la segunda opción. Enojarme no resolvería nada. Ofender menos. Y herirle en sus sentimientos, no es propio de un cristiano. ¿Se da cuenta? Nuestra actitud frente a situaciones que roban la tranquilidad, es esencial.

Dueño de una disposición de fe y esperanza a toda prueba, el autor sagrado escribió al referirse a su reacción frente al cúmulo de dificultades que le asaltaban: “Con todo, yo me alegraré en Jehová, Y me gozaré en el Dios de mi salvación. “(Habacuc 3:18).
Lea el texto de nuevo. Él plantea que con toda la sumatoria de tropiezos y obstáculos que sobrevengan, conservará la alegría y el gozo en Dios. Nuestro amado Señor es la fuente de la paz y de la serenidad que necesitamos en momentos críticos.

¿Siente que desfallece?

Cuando las circunstancias adversas toman fuerza, una inclinación natural es desfallecer, pensar que todo terminó, que nada vale la pena, que llegamos al final de la encrucijada para encontrarnos a boca de jarro con una pared inmensa.

Si experimenta una situación similar, es hora de volver la mirada a Dios. Pedirle fortaleza. El es quien puede ayudarnos. En nuestras fuerzas, sin duda profundizaremos en la desesperanza y la desesperación. Sin embargo, con ayuda del Señor las cosas son a otro precio.

El propio Habacuc lo advirtió así cuando señala: “Jehová el Señor es mi fortaleza, El cual hace mis pies como de ciervas, Y en mis alturas me hace andar.” (Habacuc 3:19).

Sobreponernos a las dificultades es posible. Dios nos fortalece y nos muestra el sendero para salir adelante. Antes que ir al hombre en busca de una salida, vuelva su mirada al Creador. Así perciba que enormes tormentas azotan su frágil embarcación, no desista, tenga fe, siga adelante. Con ayuda de Dios superará la crisis...

Dios te colme de sus infinitas Bendiciones en tu trabajo, familia y hogar.

Si tiene alguna inquietud, no dude en escribirme ahora mismo a...

Así mismo te invito a que visites nuestra página web en: www.tunuevaalegria.com.ve donde hallaras la paz y el refrigerio para tu alma y espíritu y será el bálsamo consolador para tus pies cansados en tu diario caminar.