Capítulo 3
SU CONVERSIÓN
La severidad de su persecución
La esperanza del
perseguidor era exterminar completamente el cristianismo. Pero él comprendía
poco de la índole de este último. No sabía que crece por la persecución, y que
la prosperidad a menudo le ha sido fatal, más la persecución nunca. "Los que eran esparcidos iban por
todas partes predicando la palabra."
Hasta entonces la
iglesia había estado limitada dentro de los muros de Jerusalén; pero ahora, en
toda Judea y Samaria, y en la lejana Fenicia y Siria, el faro del evangelio
comenzó a esparcir luz entre las tinieblas, y en muchos pueblos y aldeas dos y tres
se reunían en un salón, para impartirse unos a otros el gozo del Espíritu
Santo.
Podemos imaginarnos
cuánta ira sentiría el perseguidor ante la noticia de estas erupciones del
fanatismo que él había esperado demoler.
Pero él no era persona
capaz de darse por vencida, y resolvió perseguir a los que eran objeto de su
odio aun en los más oscuros y apartados escondites.
De consiguiente, en
cada ciudad, una después de otra, aparecía, armado con los aparatos del
inquisidor, para llevar a cabo su sanguinario propósito.
Habiendo oído que Damasco,
la capital de Siria, era uno de los lugares donde los fugitivos habían encontrado
refugio, y que llevaban adelante su propaganda entre los numerosos judíos de
aquella ciudad, él fue al príncipe de los sacerdotes, quien tenía jurisdicción
sobre los judíos tanto fuera como dentro de Palestina, y obtuvo cartas que le
autorizaban para perseguir y traer atados a Jerusalén a todos los que allí
encontrara que hubiesen aceptado el nuevo camino.
Dando coces contra el aguijón
Al verlo partir para
un viaje que debía ser tan importante, es muy natural que nos preguntemos:
¿Cuál era el estado de su mente? Tenía inclinaciones nobles y corazón tierno;
pero la obra en que estaba comprometido puede suponerse que sólo podría
congeniar con hombres de los más brutales sentimientos.
Entonces, ¿no había
sentido algún remordimiento? Aparentemente no. Se nos dice que, al andar por
ciudades extranjeras en persecución de sus víctimas, se sentía excesivamente
airado contra ellas; y cuando se dirigía a Damasco todavía respiraba amenazas y
deseos de matanza.
Estaba a cubierto de
la duda por medio de su reverencia hacia los objetos que corrían peligro con la
herejía; y si tenía que actuar contra sus sentimientos naturales y ultrajarlos con
la sangrienta misión, ¿no era su mérito tanto mayor?
Pero en su viaje la
duda por fin asaltó su mente. Era un viaje muy largo, de más de 180 millas, y
con los medios lentos y cansados de locomoción que entonces se usaban, tardan
cuando menos seis días en realizarlo.
Una parte considerable
de este tiempo temía que ocuparla en atravesar un desierto donde nada había que
distrajera su mente y alterara su reflexión.
La duda, pues, se
levantó en esta inacción involuntaria. ¿Qué otra cosa puede significar la
palabra con la que el Señor le saludó: "Dura
cosa te es dar coces contra el aguijón"? Esta figura de lenguaje fue tomada
de la costumbre de los países orientales: el boyero lleva en la mano una
garrocha terminada en aguda punta de hierro, de la cual se sirve para hacer
andar al animal, para hacerlo pararse, cambiar de dirección, etc.; si el buey
es rebelde, da coces contra la garrocha, lastimándose y enfureciéndose con las
heridas que recibe.
Este es el vivo
retrato de un hombre herido y atormentado por los remordimientos de su
conciencia.
Había algo en él que
se rebelaba contra la corriente de la humanidad, en la que su barquilla iba
flotando, y le sugería que estaba peleando contra Dios.
No es difícil concebir
de donde se levantaron estas dudas. Él era discípulo de Gamaliel el abogado de
la humanidad y de la tolerancia, y quien había aconsejado al concilio que
dejasen a los cristianos.
El mismo era demasiado
joven todavía para haber endurecido y acostumbrado su corazón a todo lo
desagradable de obra tan horrible.
Por muy grande que
fuera su celo religioso, la naturaleza no pedía menos que hablar por fin. Pero
probablemente sus remordimientos se despertaron con especialidad a causa de la
conducta de los cristianos.
Él había oído la noble
defensa de Esteban, y había visto brillar su rostro como el de un ángel, en la
Cámara del Consejo. Le había visto arrodillarse en el campo de la ejecución, y
orar por sus asesinos.
Sin duda en el curso
de sus persecuciones había sido testigo de otras escenas parecidas. ¿Parecían estas
gentes enemigas de Dios? Habiendo penetrado en sus hogares para llevarlos a la
cárcel, adquirió algunas ideas acerca de la vida social de los cristianos.
Estas escenas de
pureza y amor ¿podrían ser el producto del poder de las tinieblas? Aquella
serenidad con que sus víctimas iban al encuentro de su destino cruel ¿no
parecía la misma paz por la que él había en vano suspirado?
Los argumentos de los
cristianos también deben haber hablado a una mente como la suya. El había oído
a Esteban probar por las Escrituras que era necesario que el Mesías sufriese; y
el tenor general de la apologética de los primitivos cristianos demuestra que
en su prueba deben haber apelado a pasajes como el 53 de Isaías, donde se
predice una carrera al Mesías admirablemente parecida a la de Jesús de Nazaret.
Él había oído de los
labios' cristianos incidentes de la vida de Cristo que representaban un
personaje muy diferente del que mostraban los retratos bosquejados por sus
informadores fariseos; y las palabras que los cristianos citaban de su Maestro
no sonaban como el lenguaje del fanático, como creía a Jesús.
Su visión de Cristo
Tales son algunas de
las reflexiones que agitaban al viajero mientras caminaba sumido en triste
meditación. Pero ¿no serían éstas meras sugestiones de la tentación, de la
fantasía calenturienta de una mente cansada, o de un espíritu malo que quería
retraerlo del servicio de Jehová?
La vista de Damasco,
brillante como una joya en el corazón del desierto, lo sacó de su abstracción.
Allí, en compañía de rabíes cariñosos, y en la
excitación del esfuerzo, arrojaría de sí estos fantasmas nacidos con la
soledad.
Así pues se apresuró a
caminar, y el sol de mediodía le alumbraba, urgiéndole a llegar a las garitas
de la ciudad.
La noticia de la
venida de Saulo había llegado a Damasco antes que él; y el pequeño rebaño de Cristo
hacía oración para que se impidiera, si fuera posible, la aproximación del lobo
que estaba en camino para atacar el redil.
Sin embargo, cada vez
estaba más y más cerca; había llegado a la última jornada de su viaje, y a la
vista del lugar que contenía sus víctimas crecía el apetito por su presa.
Pero el buen pastor
había oído los gritos de su rebaño afligido, y se adelantó a encontrar al lobo
por el bien de las ovejas.
Repentinamente, a
mediodía, mientras que Saulo y su compañía cabalgaban hacia la ciudad bajo el
ardiente sol siriaco, una luz, que debilitó aun el brillo del gran astro,
resplandeció alrededor de ellos, un golpe hizo vibrar la atmósfera, y en un momento
se hallaron postrados en tierra.
Lo demás sólo fue para
Pablo. Una voz sonó en sus oídos: "Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues?”. Pablo miró hacia arriba y preguntó a la
radiante figura que le había hablado: "¿Quién
eres, Señor?". Y la respuesta fue: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues".
El lenguaje en que
Pablo se expresaba después al hablar de este suceso, nos prohíbe pensar que
hubiera sido una mera visión de Jesús lo que él vio. La consideró como la
última aparición del Salvador a sus discípulos, y la coloca en el mismo lugar
que las apariciones a Pedro, a Santiago, a los once y a los quinientos. Fue en
realidad Cristo Jesús, investido de su humanidad glorificada, quien dejó su
lugar, donde quiera que esté en los espacios del universo donde Él está sentado
en su trono Mediatorio, para mostrarse a este discípulo electo, y la luz que
sobrepujó a la del sol no fue otra que la gloria en que su Humanidad está
envuelta.
Las palabras dirigidas
a Pablo suministran una evidencia incidental de esto. Esas palabras fueron
dichas en hebreo, o más bien en arameo, la misma en que Jesús había acostumbrado
dirigirse a las multitudes en el lago y para conversar con sus discípulos en
las soledades del desierto; y como en los días de su encarnación solía Abrir Su
Boca en parábolas, así ahora revistió su reprensión con una fuerte metáfora, "dura cosa te es dar coces contra el
aguijón".
Efectos de su conversión sobre su pensamiento
Sería imposible
exagerar lo que pasó en la mente de Pablo en este solo instante. No es sino un
modo ordinario el que tenemos de dividir el tiempo por el reloj, en minutos y horas,
días y años, como si cada porción así medida fuera del mismo tamaño que otras
de igual extensión.
Esto puede adaptarse
bastante bien para los fines comunes de la vida, pero hay medidas más finas
para las que es completamente inconducente.
El tamaño real de
cualquier espacio de tiempo debe medirse por la suma en cantidad y el valor en
calidad de las experiencias adquiridas por el alma; ninguna hora es exactamente
igual a otra, y hay simples horas que son más grandes que los meses.
Así medido, este solo
momento de la vida de Pablo fue tal vez- más largo que todos sus años
precedentes.
El deslumbramiento de
la revelación fue tan intenso que muy bien pudo haber fogueado el ojo de la
razón y aun quemado la vista misma, como la luz externa deslumbró los ojos de
su cuerpo hasta la ceguedad.
Cuando sus compañeros
se recobraron y volvieron a su jefe, descubrieron que había perdido la vista, y
tomándolo por la mano lo condujeron a la ciudad.
¡Qué cambio se
efectuó! En vez del orgulloso fariseo que caminaba por las calles con la pompa de
un inquisidor, un hombre afligido, temblando, andando a tientas, pendiente de
la mano de su guía, llega a la posada entre la consternación de los que lo
recibieron, y tiene que pedir apresuradamente un cuarto donde pueda pedirles
que lo dejen solo.
Allí queda en medio de
la oscuridad, abandonado a sus meditaciones.
Pero aunque la
oscuridad reinaba exteriormente, en lo interior había luz. La ceguera le había venido
con el propósito de excluirlo de distracciones exteriores y hacerlo capaz de reconcentrarse
en el asunto que se había presentado a su mirada interna.
Por la misma razón, ni
comió ni bebió por tres días. Estaba demasiado absorto en los pensamientos que
se agrupaban en su mente de un modo rápido y continuo.
En estos tres días,
puede decirse con seguridad, que obtuvo comprensión, cuando menos en parte, de
todas las verdades que después proclamó al mundo, porque toda su teología no es
más que la explicación de su propia conversión.
Su vida previa entera
cayó en fragmentos a sus pies.
A él mismo le pareció
que, a pesar de sus imperfecciones, estaba en la línea de la voluntad de Dios.
Pero muy lejos de
esto, ella se había arrojado en oposición diametral de la voluntad y revelación
de Dios, y ahora había sido parada y rota en pedazos por la colisión.
Aquello que le había parecido la perfección
del servicio y obediencia, envolvió su alma en la culpa de blasfemia y sangre
inocente.
Tal había sido la
consecuencia de buscar la justificación por las obras de la ley. En el mismo
instante en que su justificación parecía al fin haberse vuelto a la blancura
tanto tiempo deseada, fue cogida en la llama de esta revelación, y tornada en
tinieblas.
Había sido un equívoco,
pues, desde el principio hasta el fin. La justificación no había de obtenerse
por la ley, sino solamente la culpa y la condenación.
Este era el resultado
inequívoco, y llegó a ser uno de los polos de la teología de Pablo.
Pero mientras su
teoría de la vida caía así en pedazos, con un estampido que por sí solo hubiera
agitado su razón, en el momento mismo le sobrevino una experiencia contraria.
Jesús de Nazaret le apareció sin cólera ni venganza, como se hubiera esperado
que apareciera al enemigo mortal de Su causa.
La primera palabra
hubiera sido una demanda de retribución, y su primera podría haber sido su
última. Pero en vez de esto, su rostro había aparecido lleno de Divina benignidad,
y sus palabras de consideraciones para su perseguidor.
En el momento en que
la Divina fuerza lo arrojó en tierra, se sintió circundado de Divino amor.
Esta era la recompensa
por la que en vano él había luchado todo el tiempo de su vida, y ahora la
obtenía al descubrir que sus luchas habían sido combates contra Dios.
Fue levantado de su
caída en los brazos del amor Divino; fue reconciliado y aceptado para siempre.
Cuanto más pasaba el
tiempo tanto más seguro estaba él de esto. Sin esfuerzo, encontró en Cristo la
paz y la fuerza moral que en vano había buscado.
Y esto vino a ser el
otro polo de su teología: que la justificación y la fuerza se encuentran en
Cristo, sin las obras de los hombres, por la mera confianza en la gracia de
Dios y aceptación de su dádiva.
Mucho más había entre
estos dos extremos, y la adquisición de su contenido era cuestión de tiempo;
pero el sistema del pensamiento de Pablo siempre ha girado dentro de estos
polos.
Efectos de su conversión en su destino
Los tres días de
oscuridad no le vinieron sino después de conocer una cosa: que debía dedicar su
vida a la proclamación de estos descubrimientos.
En cualquier caso lo
mismo hubiera sucedido. Pablo nació propagandista, y no llegaría a ser el
poseedor de verdad tan revolucionaria sin difundirla.
Además, tenía un
corazón ardiente, susceptible de ser conmovido por la gratitud; y cuando Jesús,
de quien él blasfemaba y cuya memoria había tratado de borrar del mundo, lo
trató con Divina benignidad, volviéndole de su existencia desastrosa y
colocándole en aquella posición que ya le había parecido el premio de la vida,
sintió que no podía menos que dedicarse a su servicio con todos sus poderes.
Era un exaltado
patriota. Para él, la esperanza del Mesías había ocupado todo el horizonte del
futuro; y cuando conoció que Jesús de Nazaret era el Mesías de su pueblo y el
Salvador del mundo, se deducía naturalmente que debía gastar su vida en dar a conocer
a este Mesías.
Pero su destino
también le fue anunciado claramente desde el exterior. Ananías, con toda probabilidad
el principal en la pequeña comunidad de los cristianos de Damasco, fue
informado en visión del cambio que había acontecido en Pablo y enviado para
restaurarle la vista y admitirle en la iglesia cristiana por el bautismo.
Nada más hermoso que
la manera como este siervo de Dios se acercó al hombre que había venido a la
ciudad para matarlo.
Tan luego como conoció
el estado del caso perdonó y olvidó todos los crímenes del enemigo, y se
apresuró a recogerlo en los brazos del amor cristiano.
Seguro como estaba
Pablo del perdón en su ser íntimo, debe haber sido para él gratísimo consuelo,
al abrir de nuevo sus ojos a la luz del mundo externo, no encontrar
contradicción alguna que empañara las visiones que había tenido, sino, por el
contrario, ver desde luego un rostro humano inclinándose a él con miradas de
perdón y amor sincero.
Aprendió de Ananías
que había sido tomado por Cristo para ser el vehículo de Su nombre a gentiles y
reyes y a los hijos de Israel.
Aceptó la misión con
devoción infinita, y desde entonces hasta la hora de su muerte no tuvo más que
una ambición: conseguir aquello para lo que Cristo Jesús le había adquirido.
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