Capítulo 10
LA GRAN CONTROVERSIA DE PABLO
La cuestión en disputa
La versión de la vida
del apóstol suministrada en sus cartas está ocupada en gran parte con una
controversia que le costó mucha pena y empleó mucho de su tiempo durante años,
pero de la cual Lucas dice poco.
En la fecha en que
Lucas escribió ya era una controversia muerta, y pertenecía a otro departamento
que aquel de que su historia trata.
Pero durante el tiempo
en que era activa molestó a Pablo mucho más que viajes fatigosos o tumultuosos
mares.
Estaba más acalorada
hacia el fin de su tercer viaje, y las epístolas ya mencionadas como escritas
en este tiempo, puede decirse, eran evocadas por ella.
La Epístola a los Gálatas
especialmente es un rayo arrojado contra los opositores de Pablo en esta
controversia, y sus oraciones ardientes demuestran cuan profundamente era
movido por el asunto.
La cuestión en disputa
fue si se requería que los gentiles llegasen a ser judíos antes que pudieran
ser cristianos; o, en otras palabras, si tenían que ser circuncidados para ser
salvos.
Le Plació (Plugo) a
Dios en los tiempos primitivos hacer elección de la raza judaica de entre las naciones,
y constituirla en la depositaría de la salvación. Y hasta el advenimiento de
Cristo, aquellos de otras naciones que querían ser partícipes de la verdadera
religión tenían que buscar entrada como prosélitos en los límites sagrados de
Israel.
Habiendo destinado
esta raza para ser el guardián de la revelación, Dios tuvo que separarla muy
estrictamente de todas las demás naciones y de todos los demás asuntos que
pudieran distraer su atención del sagrado depósito que les había sido
entregado.
Con este objeto normó
su vida con reglas y ceremonias destinadas a hacerles un pueblo peculiar,
diferente de todas las demás razas de la tierra.
Todos los detalles de su
vida, sus formas de culto, sus costumbres sociales, su alimento, fueron
prescritos para ellos, y todas estas prescripciones eran incorporadas en aquel
vasto documento legal que llamaron la ley.
La rigurosa
prescripción de tantas cosas, que naturalmente son dejadas al gusto de los
hombres, era un yugo pesado sobre el pueblo escogido.
Fue una disciplina
severa para la conciencia, y así lo creyeron ser los más activos espíritus de
la nación.
Pero otros vieron en
ella una divisa de orgullo. Les hizo sentir que eran los escogidos de la
tierra, y superiores a los otros pueblos, y, en vez de gemir bajo el yugo como
habrían hecho si sus conciencias hubieran sido muy tiernas, multiplicaron las
distinciones del judío, aumentando el volumen de las prescripciones de la ley con
otros muchos ritos.
Ser judío les pareció
la señal de pertenecer a la aristocracia de las naciones.
Ser admitido a los
privilegios de esta posición, era, a sus ojos, el más grande honor que podía
ser conferido a cualquiera que no perteneciera a la república de Israel.
Todos sus pensamientos
estaban encerrados en el círculo de esta arrogancia nacional.
Aun sus esperanzas mesiánicas
llevaban el sello de estas preocupaciones.
Esperaban que sería el
héroe de su nación, y concibieron que la extensión de su reino abrazaría las
otras naciones en el círculo de la suya, por medio de la circuncisión.
Esperaban que todos
los convertidos del Mesías se sujetaran a este rito nacional y adoptarían la vida
prescrita en la ley y tradiciones judaicas; en resumen, su concepción del reino
del Mesías era la de un mundo de judíos.
Por este mismo tenor
iban indudablemente los sentimientos en Palestina cuando Cristo vino; y
multitudes de los que aceptaron a Jesús como el Mesías e ingresaron en la
iglesia cristiana, tenían estas concepciones como su horizonte intelectual.
Se habían hecho
cristianos, pero no cesaban de ser judíos; todavía asistían al culto en el
templo; oraban a las horas fijas, ayunaban ciertos días, se vestían al estilo
del ritual judaico; se habrían creído manchados si hubieran comido con gentiles
incircuncisos; y ellos no tenían otro pensamiento sino éste: sí estos gentiles
se hicieren cristianos, deben circuncidarse y adoptar el estilo y las costumbres
de la nación religiosa.
El arreglo de ella
Por Pedro.- La dificultad se arregló por la intervención directa de Dios
en el caso de Cornelio, el centurión de Cesárea.
Cuando los mensajeros
de Cornelio estaban en camino para ver al apóstol Pedro en Jope, Dios mostró a
aquel jefe entre los apóstoles, por la visión del lienzo lleno de animales
puros e impuros, que la iglesia cristiana había de recibir igualmente a circuncisos
e incircuncisos.
En obediencia a este
signo celestial, Pedro acompañó a los mensajeros del centurión a Cesárea, y vio
tales evidencias de que Cornelio y su familia habían recibido realmente los
dones cristianos de “la fe y del
Espíritu Santo”, a pesar de ser incircuncisos, que no vaciló en bautizarlos
considerándolos ya cristianos.
Cuando volvió a
Jerusalén sus procedimientos levantaron la indignación entre los cristianos de
persuasión estrictamente judaica.
Él se defendió
relatando la visión del lienzo y apelando al hecho irrefutable de que estos gentiles
incircuncisos demostraban por la posesión de la fe y del Espíritu Santo que ya
eran verdaderos cristianos.
Este incidente debió
haber dejado arreglada toda la cuestión una vez por todas; pero el orgullo de
la raza y las prevenciones de una época no se dominan fácilmente.
Aunque los cristianos
de Jerusalén admitieron la conducta de Pedro en este caso especial, dejaron de extractar
de él el principio universal que implicaba; y aun Pedro mismo, como se ve
después, no comprendió enteramente lo que envolvía en cuanto a su propia
conducta.
Por Pablo.- Entre tanto, sin embargo, la cuestión había quedado
arreglada en una mente mucho más fuerte y más lógica que la de Pedro.
Pablo, por este
tiempo, había comenzado su trabajo apostólico en Antioquia, y poco después
salió con Bernabé para efectuar su primer gran viaje misionero en el mundo
pagano, y donde quiera que iban admitían gentiles en la iglesia cristiana aun
cuando no fueran circuncisos.
Al hacer esto Pablo no
copiaba la conducta de Pedro.
Él había recibido su
evangelio directamente del cielo.
En las soledades de la
Arabia, en los años inmediatamente siguientes a su conversión, había
reflexionado acerca de este asunto, y había llegado a conclusiones mucho más
radicales que las que hubieran entrado en las mentes de cualquiera de los otros
apóstoles.
A él mucho más que a
cualquier otro de ellos le había parecido la ley un yugo de servidumbre; vio
que no era más que una rígida preparación para el cristianismo, no una parte de
él; había en su mente un golfo profundo de contrastes entre la miseria y
maldición de un estado y el gozo y libertad del otro.
Para él, imponer el
yugo de la ley a los gentiles habría sido destruir el mismo genio del
cristianismo; habría sido la imposición de condiciones para la salvación
totalmente diferentes de lo que él sabía que era la única condición en el
evangelio.
Estas fueron las
profundas razones que establecieron el asunto en esta gran inteligencia.
Además, como hombre
que conocía el mundo, y cuyo corazón estaba puesto en ganar a los gentiles para
Cristo, sentía mucho más fuertemente que los judíos de Jerusalén, con su
horizonte provincialista, cuan fatal sería para el éxito del cristianismo
imponer las condiciones que ellas querían, fuera de Judea.
Los orgullosos
romanos, los griegos de elevada inteligencia, nunca habían consentido en ser
circuncidados ni en sujetar su vida a los reducidos límites de la tradición
judaica; una religión embarazada por tantas trabas nunca podría llegar a ser la
religión universal.
Por el Concilio de Jerusalén. - Pero cuando Pablo y Bernabé volvieron
de esta expedición, a Antioquia, encontraron que se necesitaba establecer
decisivamente la cuestión, porque los cristianos de origen estrictamente
judaico venían de Jerusalén a Antioquia, diciendo a los gentiles convertidos
que no podrían ser salvos a menos que se circuncidaran.
De esta manera los
alarmaron, haciéndoles creer que les faltaba algo para el bienestar de sus
almas, y confundiéndoles acerca de la sencillez del evangelio.
Para calmar
conciencias tan inquietas, resolviese que se apelaría a los principales
apóstoles en Jerusalén, y Pablo y Bernabé fueron enviados a dicha ciudad para
procurar una decisión.
Este fue el origen de
lo que se llama el Concilio de Jerusalén, en el cual se resolvió
autoritativamente la cuestión.
La decisión de los apóstoles
y ancianos estuvo en armonía con la práctica de Pablo: “No se requeriría de los gentiles la circuncisión; solamente debían
comprometerse a la abstención de carnes ofrecidas a los ídolos, de la
fornicación, y de la sangre”.
Pablo accedió a estas
condiciones.
Realmente no veía mal
en comer carne que hubiera sido ofrecida en sacrificios idolátricos, cuando
estaba expuesta de venta en el mercado; pero las fiestas en los templos de los
ídolos que a menudo eran seguidas de actos horribles de sensualidad, a los que
se aludía al prohibir la fornicación, eran tentaciones contra las cuales debían
ser amonestados los conversos del paganismo.
La prohibición de la sangre — Es decir, de comer carne de animales cuya sangre no
se había apartado— fue una concesión a una preocupación extrema de los judíos,
a la que, como no envolvía ningún principio, no creyó necesario oponerse.
Así es que la agitada
cuestión pareció haber sido resuelta por una autoridad tan augusta que no
admitía objeción alguna.
Si Pedro, Juan y
Santiago, las columnas de la iglesia en Jerusalén, así como Pablo y Bernabé,
jefes de la misión gentil, llegaban a una decisión unánime, todas las
conciencias quedarían satisfechas y los oposicionistas callarían.
Esfuerzos para desarreglarla
Nos llena de asombro
descubrir que aun este arreglo no fue final.
Parece que aun en los tiempos
aquellos se le hizo una oposición feroz por algunos que estuvieron presentes en
la junta donde se discutía, y aunque la autoridad de los apóstoles determinó la
nota oficial que fue remitida a las iglesias distantes, la comunidad cristiana
en Jerusalén estaba agitada por tormentas de terrible oposición.
Y ni siquiera duró poco
la oposición; al contrario, crecía cada vez más.
Estaba alimentada por
fuentes abundantes. El terrible orgullo y prevención nacionales la sostenían.
Probablemente era
nutrida por un interés propio, porque los cristianos judaicos vivirían en
mejores términos con los judíos no cristianos mientras menor fuera la
diferencia entre ellos; la convicción religiosa convirtiéndose rápidamente en
fanatismo la fortalecía también; y muy pronto fue reforzada por todo el rencor
del odio y el celo de la propaganda.
Pues esta oposición se
levantó a tal altura, que los opositores resolvieron por último enviar
propagandistas a visitar las iglesias gentiles una por una, y en contradicción
a la prescripción oficial de los apóstoles, amonestarles, diciéndoles que
estaban poniendo en peligro sus almas por omitir la circuncisión y que no
podrían gozar de los privilegios del verdadero cristianismo a menos que guardaran
la ley judaica.
Por años y años estos
emisarios del mezquino fanatismo, que se creía ser el único cristianismo
genuino, se difundieron entre todas las iglesias fundadas por Pablo en el mundo
pagano.
Su obra no era fundar
iglesias por sí mismos; no tenían nada de la habilidad exploradora de su gran
rival; su objeto era introducirse en las comunidades cristianas que Pablo había
fundado y ganarlas para sus opiniones reducidas.
Espiaban los pasos de
Pablo a donde quiera que él fuera, y por muchos años le fueron causa de
inexplicable pena.
Murmuraban al oído de
sus convertidos que su versión del evangelio no era la verdadera y que no
debían confiarse en su autoridad. ¿Era él uno de los doce apóstoles? ¿Había
estado en compañía de Cristo?
Ellos pretendían
aparecer como los que traían la verdadera forma del cristianismo de Jerusalén,
el centro sagrado; y no tenían escrúpulos en aparentar que habían sido enviados
por los apóstoles.
Y así desviaban
precisamente las partes más nobles de la conducta de Pablo hacia sus
propósitos.
Por ejemplo, el hecho
de que rehusara aceptar dinero por sus servicios, lo imputaban a un sentido de
su propia falta de autoridad; los verdaderos apóstoles recibían siempre paga.
De igual manera torcían
su abstinencia del matrimonio.
Eran hombres hábiles
para la obra que habían asumido; tenían lenguas blandas, insinuantes; podían
asumir un aire de dignidad y no se detenían en nada.
Desgraciadamente sus
esfuerzos no eran estériles en modo alguno.
Alarmaban las conciencias
de los convertidos de Pablo, y envenenaban sus mentes contra él.
Con especialidad la
iglesia Gálata les fue como una presa; y la iglesia de Corinto se permitió
volverse contra su fundador.
Pero realmente la
defección se había pronunciado más o menos en todas partes.
Parecía como si toda
la construcción que Pablo había levantado con años de trabajo estuviera viniéndose
al suelo.
Esto era lo que él
creía que estaba sucediendo.
Aunque estos hombres
se llamaban cristianos, Pablo negaba expresamente su cristiandad.
Su evangelio era otro;
si sus convertidos lo creían, les aseguraba que habían caído de la gracia, y en
los términos más solemnes pronunció una maldición contra los que así estaban destruyendo
el templo de Dios que él había construido.
Pablo vence a sus opositores.
Él no era, sin
embargo, el hombre que había de permitir tal seducción entre sus convertidos
sin hacer los mayores esfuerzos para contrarrestarla.
Se apresuraba, siempre
que podía, a ver las iglesias en donde hubiera entrado; les mandaba mensajeros
para volverlos otra vez a su deber; sobre todo, escribía cartas a las que se
encontraban en peligro; cartas en las cuales se ejercitaban hasta lo sumo sus
extraordinarios poderes intelectuales.
Discutía el asunto con
todos los recursos de la lógica y de la Escritura; exponía a los seductores con
una agudeza que cortaba como el acero, y los abatía con salidas de ingenio sarcástico;
se arrojaba a los pies de sus convertidos y con toda la pasión y ternura de su
poderoso corazón imploraba de ellos que fueran fieles a Cristo y a él.
Poseemos los registros
de estas ansiedades en nuestro Nuevo Testamento; y no podemos menos de sentir
mucha gratitud hacia Dios y una extraña ternura hacia Pablo al pensar que de
sus pruebas dolorosas nos haya venido tan preciosa herencia.
Es, sin embargo,
consolador, saber que tuvo éxito.
Por perseverantes que
fueran sus enemigos, él fue más que igual a ellos.
El odio es fuerte,
pero el amor es todavía más fuerte.
En sus escritos
posteriores las señales de oposición son muy débiles o enteramente nulas; había
dado lugar a la polémica irresistible de Pablo, y hasta sus vestigios habían
sido barridos del suelo de la iglesia.
Si los hechos no
hubieran sucedido así el cristianismo habría sido un río perdido en las arenas
de las preocupaciones cerca de su mismo nacimiento; sería en nuestros días una
secta judaica olvidada en lugar de ser la religión del mundo.
Una rama subordinada de la cuestión: La relación de los judíos cristianos
con la ley
A este punto podemos
contraer claramente el curso de su controversia. Pero hay otra rama de ella,
acerca de cuyo verdadero curso es difícil saber toda la verdad.
¿Cuál era la relación de
los judíos cristianos hacia la ley, según la doctrina y predicación de Pablo?
¿Era su obligación abandonar las prácticas por las cuales habían sido obligados
a regular sus vidas, y abstenerse de circuncidar a sus hijos y de enseñarles a
guardar la ley?
Esto parecía implícito
en los principios de Pablo.
Si los gentiles podían
entrar en el reino de Dios sin guardar la ley, no era necesario que los judíos
la guardaran.
Si la ley era una
disciplina severa que intentaba atraer a los hombres hacia Cristo, su
obligación cesaba cuando se había llenado este propósito.
La sujeción y la
tutela cesaron tan pronto como el hijo entró en posesión de su herencia.
Es cierto, sin
embargo, que los otros apóstoles y la masa de los cristianos en Jerusalén no realizaron
esto por muchos días.
Los apóstoles habían
convenido en no exigir de los cristianos gentílicos la circuncisión y el
cumplimiento de la ley.
Pero ellos mismos la
cumplían y esperaban que todos los judíos hicieran lo mismo.
Esto envolvía una
contradicción de ideas y condujo a tristes consecuencias prácticas; y si
hubiera continuado, o si Pablo se hubiera rendido a ella, habría dividido la
iglesia en dos secciones, una de las cuales habría visto mal a la otra.
Porque era parte de la
estricta observación de la ley rehusar comer con los incircuncisos; y los
judíos habrían rehusado sentarse a la misma mesa de los que reconocían como sus
hermanos cristianos.
Esta contradicción
llegó, pues, a una crisis formal.
Sucedió que el apóstol
Pedro estaba una vez en Antioquia, y al principio se mezcló libremente en roce
social con los cristianos gentílicos.
Pero algunos más
intransigentes, que habían venido de Jerusalén, lo acobardaron de tal manera que
se retiró de la mesa gentil y se mantuvo lejos de sus compañeros en el
cristianismo.
Aun Bernabé fue
desviado por la misma tiranía del fanatismo.
Pablo sólo fue fiel a
los principios de la libertad en el evangelio.
El resistió a Pedro y
le echó en cara la inconsecuencia de su conducta.
Pablo, sin embargo,
nunca sostuvo, en realidad, una polémica contra la circuncisión y la observancia
de la ley entre los judíos; esto era lo que se decía de él entre sus enemigos,
pero era un falso informe.
Cuando llegó a
Jerusalén, al concluir su tercer viaje misionero, el apóstol Santiago y los
ancianos le informaron del mal que estas versiones estaban causando a su buen nombre,
y le aconsejaron que las desmintiera públicamente, diciendo en palabra
extraordinaria:
"Ya ves, hermano,
cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celadores de la ley.
Mas fueron informados acerca de ti, que enseñas a apartarse de Moisés a todos
los judíos que están entre los gentiles, diciéndoles que no han de circuncidar
a los hijos, ni andar según la costumbre. Haz, pues, esto que te decimos. Hay
entre nosotros cuatro hombres que tienen voto sobre sí: tomando a éstos
contigo, purifícate con ellos, y gasta con ellos para que rasuren sus cabezas,
y todos entiendan que no hay nada de lo que fueron informados acerca de ti,
sino que tú también andas guardando la ley". Pablo cumplió este consejo y
siguió la regla que le recomendó Santiago. Esto prueba claramente que nunca
consideró como parte de su obra disuadir a los judíos el vivir como tales.
Puede pensarse que debía haberlo hecho así; que sus principios requerían una
dura oposición a todo lo asociado con la dispensación que había pasado. Él lo entendía
de una manera diferente, y lo encontramos aconsejando a los circuncidados que
eran llamados al reino de Cristo que no se hicieran incircuncisos, y a aquellos
que habían sido llamados en incircuncisión que no se sometieran a la
circuncisión; y la razón que da es que la circuncisión no es nada y la
incircuncisión tampoco. La distinción para él, bajo un punto de vista religioso,
no era mayor que la distinción de sexo y la distinción de esclavo y señor. En
una palabra, no tenía ningún significado religioso para él. Sin embargo, si un
hombre prefería el modo judaico de vivir como una nota de su nacionalidad,
Pablo no tenía disputa con él; antes bien quizá le prefería en cierto grado. No
tomaba partido contra sus meras formas; solamente si ellas se interponían entre
el alma y Cristo o entre un cristiano y sus hermanos, era su opositor seguro.
Pero sabía que la libertad podía convertirse en instrumento de la opresión a
semejanza del cautiverio, y por esa razón en cuanto a las viandas, por ejemplo,
escribió aquellas nobles recomendaciones de abnegación en favor de las
conciencias débiles y escrupulosas, que están entre los más conmovedores
testimonios de su perfecto desinterés.
Aquí tenemos, en
verdad, un hombre tan eminentemente heroico, que no es cosa fácil definirlo.
Por su visión clara de las líneas de demarcación entre lo antiguo y lo nuevo en
la gran crisis de la historia humana, y por su defensa decisiva de los
principios cuando envolvían consecuencias reales, vemos en él la más genial
superioridad a meras reglas formales, y la más alta consideración para los
sentimientos de aquellos que no veían como él podía ver. De un solo golpe él se
había hecho libre de la servidumbre del fanatismo; pero no cayó nunca en el fanatismo
de la libertad, y siempre tuvo a la vista fines mucho más elevados que la pura
lógica de su propia posición.