Capítulo 9
CUADRO DE UNA IGLESIA PAULINA
La vista exterior e interior de la historia
El viajero en una
ciudad extranjera anda por las calles con el libro de guía en la mano, examinando
los monumentos, iglesias, edificios públicos, y el exterior de las casas, y de
esta manera se supone que se informa bien de la ciudad; pero al reflexionar
hallará que ha aprendido muy poco, porque no ha estado dentro de las casas.
No sabe cómo vive la
gente, ni qué clase de muebles tienen, ni qué clase de alimentos comen, ni
mucho menos cómo aman, qué cosas admiran y siguen, ni si están contentos con su
condición.
Al leer la historia,
uno se pierde con frecuencia, porque solamente se ve la vida externa. La pompa
y el brillo de la corte, las guerras hechas, y las victorias ganadas, los
cambios en la constitución y el levantamiento y caída de administraciones,
están fielmente registrados; pero el lector siente que podría aprender mucho más
de la verdadera historia del tiempo, si pudiera ver por una sola hora lo que
está pasando bajo los techos del campesino, del comerciante, del clérigo y del
noble.
En la historia de las
Escrituras se halla la misma dificultad.
En la narración de los
Hechos de los Apóstoles recibimos relaciones vivas de los detalles externos de
la historia de Pablo.
Somos llevados
rápidamente de ciudad en ciudad e informados de los incidentes de la fundación
de las varias iglesias, pero algunas veces no podemos menos que desear
detenernos para aprender lo que está dentro de una de estas iglesias.
En Páfos o Iconio, en
Tesalónica, Berea o Corinto, ¿cómo iban las cosas después que Pablo las dejó ¿A
qué se asemejaban los cristianos y cuál era el aspecto de sus cultos?
Felizmente nos es
posible obtener esta vista interior. Como la narración de Lucas describe el exterior
de la carrera de Pablo, así las Epístolas de este apóstol nos permiten ver sus
aspectos interiores.
Ellas escriben de
nuevo la historia, pero bajo otro plan. Este es el caso especialmente en las
Epístolas que fueron escritas al fin de su tercer viaje, las cuales inundan de
luz el período de tiempo ocupado con todos sus viajes.
En adición a las tres
epístolas ya mencionadas como escritas en este tiempo, hay otra que pertenece a
la misma época de su vida, la primera a los Corintios, que, puede decirse, nos
transporta dos mil años atrás, y, colocándonos sobre una ciudad griega, en la
que hubo una iglesia cristiana, quita el techo del lugar de reunión de los cristianos
y nos permite ver lo que está pasando en su interior.
Una iglesia cristiana en una comunidad pagana
Extraño es el
espectáculo que vemos desde este lugar de observación.
Es la tarde del
sábado, pero por supuesto la ciudad pagana no conoce ningún sábado.
Han cesado las
actividades del puerto, y las calles están llenas de los que buscan una noche de
placeres, pues ésta es la ciudad más corrompida de aquel mundo antiguo
corrompido.
Centenares de
comerciantes y marineros de países extranjeros se pasean.
El alegre joven
romano, que ha cruzado el mar para pasar un rato de orgía en esta París
antigua, guía su ligero carro por las calles.
Si es el tiempo de los
juegos anuales se ven grupos de atletas rodeados de sus admiradores que
discuten las probabilidades de ganar las coronas codiciadas.
En tal cálido clima, todos,
ancianos y jóvenes, están fuera de sus casas gozando la hora de la tarde,
mientras el sol, bajando sobre el Adriático, arroja su luz áurea sobre los
palacios y templos de la rica ciudad.
El lugar de reunión. — Entre tanto, la pequeña compañía de cristianos viene de
todas direcciones hacia su lugar de cultos, porque es su hora de reunión.
El lugar en donde
celebran sus cultos no se levanta muy conspicuamente ante nuestra vista, pues
no es un magnífico templo, como aquellos de que está rodeado; no tiene siquiera
las pretensiones aun de la vecina sinagoga.
Quizás en un gran
cuarto en una casa particular o el almacén de algún comerciante cristiano que se
ha preparado para la ocasión.
Las personas presentes. — Mirad a vuestro derredor, y ved los rostros.
Desde luego discerniréis
una distinción marcada entre ellos.
Algunos tienen las
facciones peculiares del judío, mientras los demás son gentiles de varias
nacionalidades.
Los últimos
constituyen la mayoría.
Pero examinadles más
de cerca, y notaréis otra distinción: algunos llevan el anillo que denota que
son libres, mientras otros son esclavos, y los últimos predominan.
Aquí y allí, entre los
miembros gentiles, se ve uno con las facciones regulares del griego, quizá
sombreadas con la meditación del filósofo, o distinguidas por la seguridad de
las riquezas; pero no se hallan allí muchos grandes, ni muchos poderosos, ni
muchos nobles: la mayoría pertenece a lo que, en esta ciudad pretenciosa, sería
contado como las cosas necias, débiles, viles y despreciadas de este mundo; son
esclavos, cuyos antecesores no respiraban el transparente aire de Grecia, sino vagaban
en hordas de salvajes en las orillas del Danubio o del Don.
Pero notad una cosa
más en todos los rostros: las terribles señales de su vida pasada.
En una moderna
congregación cristiana se ve en las caras de algunos aquella característica
peculiar que la cultura cristiana, heredada de muchos siglos, ha producido;
solamente aquí y allí puede verse una cara en cuyos lineamientos está escrita
la historia de borracheras o de crímenes.
Pero en esta congregación
de Corinto estos terribles jeroglíficos se ven por todas partes. "¿No sabéis", les escribe
Pablo, "que los injustos no
heredarán el reino de Dios? No erréis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni
los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los
ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los
estafadores, heredarán el reino de Dios; y esto erais algunos".
Mirad a aquel alto y
pálido griego, se ha arrastrado por el lodo de los vicios sensuales.
Mirad a aquel escita
de frente baja, ha sido ladrón y encarcelado.
Sin embargo, ha habido
un gran cambio. Otra historia, además del registro del pecado, está escrita en
estos rostros.
"Más ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya
sois justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro
Dios."
Escuchad; están
cantando; es el Salmo XL: "Y me hizo
sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso". Con cuánto
entusiasmo cantan estas palabras! ¡Qué gozo reflejan sus caras! Saben que son
monumentos de la gracia libre y el amor entrañable del moribundo Salvador.
Los cultos.- Pero supongámosles reunidos; ¿cómo proceden al culto? Había
la diferencia entre sus servicios y los nuestros, de que en lugar de nombrar
una persona que dirigiera el culto —ofreciendo oraciones, predicando, y dando
salmos— todos los hombres que se encontraban presentes tenían la libertad de
contribuir con su parte.
Tal vez había un jefe
o persona encargada de presidir; pero un miembro podía leer una porción de las
Escrituras, otro ofrecer una oración, un tercero dirigir un discurso, un cuarto
comenzar un himno, y así sucesivamente.
No parece que haya
habido un orden fijo en que se sucedieran las diferentes partes del culto;
cualquier miembro podía levantarse para conducir a la compañía en alabanza,
oración, meditación, etc., según sus sentimientos.
Esta peculiaridad se
debía a otra gran diferencia entre ellos y nosotros: los miembros estaban dotados
de dones extraordinarios.
Algunos de ellos
tenían el poder de hacer milagros, tales como curar enfermos.
Otros poseían un don
extraño llamado el don de lenguas. No se sabe bien lo que esto era; pero parece
haber sido una expresión arrebatadora, en la cual el orador emitía una apasionada
rapsodia por medio de la cual sus sentimientos religiosos recibían a la vez
expresión y exaltación.
Algunos de los que
poseían este don no podían decir a los otros el significado de lo que decían,
pero otros tenían este poder adicional; y había otros que, aunque no hablaban
en lenguas ellos mismos, eran capaces de interpretar lo que hablaban los
oradores inspirados.
Había también miembros
que poseían el don de profecía; una dádiva muy valiosa. No era el poder de predecir
los eventos futuros, sino una facultad de elocuencia apasionada, cuyos efectos
eran algunas veces maravillosos: cuando un incrédulo entraba en la reunión y
escuchaba a los profetas, era arrebatado por una emoción irresistible, los
pecados de su vida pasada se levantaban ante él, y cayendo sobre su rostro
confesaba que Dios, en verdad, estaba entre ellos.
Otros miembros
ejercían dones más parecidos a los que conocemos hoy tales como el don de
enseñar, de administrar, etc.
Pero en todo caso
parece haber sido una especie de inmediata inspiración, de manera que lo que
hacían no era efecto de cálculo, ni de preparativos, sino de un fuerte impulso natural.
Estos fenómenos son
tan notables que si se narraran en una historia, suscitarían en la fe cristiana
un gran obstáculo.
Pero la evidencia de
ellos es incontrovertible; nadie, escribiendo a la gente acerca de su propia
condición, inventa una descripción fabulosa de sus circunstancias; y además,
Pablo estaba escribiendo más bien para restringir que para aumentar estas
manifestaciones.
Ellas demuestran con
qué poderosa fuerza el cristianismo, a su entrada en el mundo, tomó posesión de
los espíritus que tocaba.
Cada creyente recibía,
generalmente en el bautismo cuando las manos del que bautizaba estaban puestas
sobre él, su don especial, que ejercía indefinidamente si continuaba fiel.
Era el Espíritu Santo,
derramado sobre ellos sin medida, quien entraba en sus espíritus y distribuía
estos dones entre ellos tan diversamente como quería; y cada miembro tenía que
hacer uso de su don para el bien de todos los demás.
Luego que se concluían
los servicios que acabamos de describir, los creyentes se sentaban para tener
una fiesta de amor, que concluía con el partimiento del pan en la cena del Señor;
y entonces, después de un beso fraternal, se iban a sus hogares.
Era una escena
memorable, llena de amor fraternal y vivificado por el poder del Espíritu Santo.
Mientras los
cristianos se dirigían a sus hogares entre los grupos descuidados de la ciudad
gentílica, tenían la conciencia de haber experimentado lo que los ojos no
habían visto ni los oídos habían escuchado.
Abusos e irregularidades. — Pero la verdad pide que se muestre el lado oscuro lo
mismo que el brillante.
Había abusos e
irregularidades en la iglesia, que es doloroso recordar.
Eran debidos a dos
cosas: los antecedentes de los miembros, y la mezcla en la iglesia de los
elementos judío y gentil.
Si se recuerda cuán
grande fue el cambio que la mayor parte de los convertidos había experimentado
al pasar de la adoración de los templos paganos a la pura y simple adoración
del cristianismo, no sorprenderá que su antigua vida quedara todavía algo
adherida a ellos, o que no distinguiesen claramente qué cosas necesitaban ser
cambiadas y cuáles podían seguir como antes.
De la vida doméstica.- Sin embargo, nos admira saber que algunos de ellos vivían en
una deplorable sensualidad, y que los más filosóficos defendían esto en
principio.
Una persona, aparentemente
rica y de buena posición, vivía públicamente en una relación que habría escandalizado
aun a los gentiles; y aunque Pablo escribió, indignado, que se le excomulgase,
la iglesia dejó de obedecer, aparentando haber interpretado mal la orden.
Otros habían sido halagados
e invitados para volver a tomar parte en las fiestas de los templos
idolátricos, a pesar de su compañía en la embriaguez y orgías.
Se escudaban con el
pretexto de que ya no comían los elementos en la fiesta en honor de los dioses,
sino simplemente como una vianda ordinaria, y argüían que tendrían que salir
del mundo si no se asociaban alguna vez con los pecadores.
Es evidente que estos
abusos pertenecían a la sección gentílica de la iglesia.
En la sección judaica,
por otra parte, había dudas y escrúpulos extraños acerca de los mismos asuntos.
Algunos, por ejemplo,
escandalizados con la conducta de sus hermanos gentiles, iban al extremo opuesto
denunciando completamente el matrimonio, y levantando ansiosas cuestiones
acerca de si las viudas se podrían casar de nuevo, si un cristiano casado con
una mujer pagana debía divorciarse, y otros puntos por el estilo.
Mientras algunos de
los convertidos gentiles estaban participando de las fiestas de los ídolos,
algunos de los judaicos tenían escrúpulos acerca de comprar carne en el mercado,
que hubiera sido ofrecida en sacrificio a los ídolos, y censuraban a sus
hermanos que se permitían semejante libertad.
Dentro de la iglesia. — Estas dificultades pertenecieron a la vida doméstica
de los cristianos; pero en sus reuniones públicas también hubo graves
irregularidades.
Los mismos dones del Espíritu
eran convertidos en instrumentos de pecado; porque los que poseían los más
atractivos dones, tales como los de milagros y lenguas, eran demasiado afectos
a exhibirlos, y los volvieron motivos de jactancia.
Esto produjo confusión
y aun desorden, porque algunas veces dos o tres de los que hablaban en lenguas
emitían a la vez sus exclamaciones ininteligibles, de suerte que, como dijo
Pablo, si entrara en sus reuniones algún extraño diría que todos estaban locos.
Los profetas hablaban
hasta el fastidio, y muchos se apresuraban a tomar parte en los cultos.
Pablo tuvo que
reprender estas extravagancias muy severamente, insistiendo en el principio de
que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas, y que por este
motivo el impulso espiritual no era excusa para el desorden.
Pero hubo otras cosas
todavía peores en la iglesia.
Aun la sagrada cena
del Señor era profanada. Parece que los miembros tenían la costumbre de llevar
consigo a la iglesia el pan y el vino que se necesitaban para este sacramento.
Pero los ricos
llevaban en abundancia y de lo más escogido: y, en lugar de esperar a sus
hermanos más pobres y participar con ellos, comenzaban a comer y beber de una
manera tan glotona que la mesa del Señor algunas veces resonaba con borracheras
y tumultos.
Otro rasgo oscuro
tiene que añadirse a este triste cuadro.
A pesar del beso
fraternal con que terminaban sus reuniones habían caído en rivalidades y
contiendas. Sin duda esto era debido a los elementos heterogéneos reunidos en
la iglesia. Pero se permitió ir al extremo.
Hermanos litigaban
contra hermanos en las cortes paganas en vez de buscar el arbitraje de algún
amigo cristiano.
El cuerpo de los
miembros se dividió en cuatro facciones teológicas.
Algunos llevaban el nombre de Pablo; éstos trataban los escrúpulos de sus
hermanos más débiles acerca de la comida y otras cosas, con desdén.
Otros tomaron el nombre de Apolonios, de Apolos, un maestro elocuente de
Alejandría, el cual visitó a Corinto entre el segundo y tercer viaje de Pablo.
Estos eran del partido
filosófico, negaban la doctrina de la resurrección, porque creían que era
absurdo suponer que los átomos esparcidos del cuerpo muerto pudieran reunirse.
El tercer partido tomó el nombre de Pedro, o Cefas, como en su purismo hebreo
prefirieron llamarle. Estos eran judíos apocados que objetaron a la liberalidad
de las opiniones de Pablo.
El cuarto partido pretendió ser superior a todos los demás, y se llamaron
simplemente cristianos.
Estos eran los
sectarios más intransigentes de todos, y rechazaron la autoridad de Pablo con
malicioso desdén.
Inferencias
Tal es el variado
cuadro de una de las iglesias de Pablo, presentado en una de sus epístolas, y
que nos muestra varias cosas con mucha expresión.
Muestra, por ejemplo,
cuan excepcionales eran su mente y su carácter aun en aquella época, y qué
bendición para la naciente iglesia eran sus dones y gracias de sentido común,
de grande simpatía unida con firmeza concienzuda, de pureza personal, y de
honor.
Muestra que no hemos
de buscar la "edad de oro"
del cristianismo en el pasado sino en el futuro.
Muestra cuan peligroso
es creer que la regla de costumbres eclesiásticas de aquella época debe normar
todas las épocas.
Evidentemente todas
las costumbres eclesiásticas estaban en su edad experimental.
En verdad, en los
últimos escritos de Pablo encontramos el cuadro de un estado de cosas muy
diferente, en que el culto y la disciplina de la iglesia estuvieron mucho más
fijos y arreglados.
No debemos remontarnos
a este tiempo primitivo para encontrar el modelo de la maquinaria eclesiástica,
sino para ver un espectáculo de poder espiritual nuevo y transformador.
Esto es lo que siempre
atraerá hacia la edad apostólica los ojos de los cristianos, pues el poder del
Espíritu Santo obraba en todos los miembros; emociones desconocidas llenaban
todos sus pechos, y todos sentían que la mañana de una nueva revelación les había
visitado; vida, amor y luz, se difundían por todas partes.
Aun los vicios de la
iglesia eran debidos a las irregularidades de la vida abundante, por falta de
la cual, el orden inanimado de muchas generaciones subsecuentes ha sido una
débil compensación.
Digamos las
palabras del Apóstol Pablo "y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí".
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