FUNDACIÓN TU NUEVA ALEGRÍA

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lunes, 27 de enero de 2014



Capítulo  1
LUGAR DE PABLO EN LA HISTORIA

El hombre necesitado por el tiempo

Hay algunos hombres cuya vida es imposible estudiar sin recibir la impresión de que fueron enviados al mundo expresamente para hacer una obra demandada por las exigencias de la época en que vivieron. Por ejemplo, la historia de la Reforma no puede ser leída sin admirar la disposición providencial por la que hombres tan grandes como Lutero, Zwinglio, Calvino y Knox se levantaron simultáneamente en diferentes partes de Europa con el objeto de romper el yugo del papado y publicar de nuevo el evangelio de gracia. Cuando el avivamiento evangélico, después de haber sido de bendición para Inglaterra, estuvo próximo a romper en Escocia y terminar el triste reino del Moderantismo, se levantó con Tomás Chalmers una inteligencia capaz de absorber por completo el nuevo movimiento y de bastante simpatía e influencia para difundirlo hasta en los más remotos confines de su país natal.

Ninguna vida mejor que la del Apóstol San Pablo ha producido esta impresión de que venimos hablando. Él fue dado al cristianismo cuando éste se hallaba en los primeros momentos de su historia. El cristianismo, en verdad, no era débil, y ningún hombre puede ser considerado como indispensable para aquel, pues llevaba en sí mismo el vigor de una existencia inmortal y Divina que no podía menos de revelarse en el curso del tiempo. Pero si reconocemos que Dios hace uso de los medios que se recomiendan aun a nuestros ojos como adaptados al fin que tiene delante, entonces debemos decir que el movimiento cristiano, en el momento en que se presentó San Pablo en la palestra, necesitaba en extremo de un hombre de extraordinarias dotes, quien, poseído de genio, lo incorporase en la historia general del mundo; y en Pablo encontró al hombre que necesitaba.

Un tipo del carácter cristiano

El cristianismo obtuvo en Pablo un tipo incomparable del carácter cristiano. En verdad, ya poseía el modelo perfecto del carácter humano en la persona de su fundador; pero él no fue como otros hombres, porque nunca tuvo que luchar con las imperfecciones del pecado; y el cristianismo necesitaba aún demostrar lo que podía hacer de la naturaleza humana imperfecta.
Pablo proporcionó la oportunidad para demostrar esto. Naturalmente era de gran fuerza y alcance mental. Aun si nunca hubiera sido cristiano siempre habría sido un hombre notable. Los otros apóstoles habrían vivido y muerto en la oscuridad de Galilea si no hubieran sido elevados a un lugar prominente por el movimiento cristiano; pero el nombre de Saulo de Tarso hubiera sido recordado bajo algún carácter, aun cuando el cristianismo nunca hubiera   existido.
En Pablo el cristianismo tuvo la oportunidad de demostrar al mundo toda la fuerza que traía consigo. Pablo estaba convencido de esto, aunque lo expresó con perfecta modestia cuando dijo: "Por esto fui recibido a misericordia para que Jesucristo  mostrase en  mí el primero toda su clemencia para ejemplo de los que habían de creer en él para vida eterna".

Su conversión probó el poder del cristianismo para destruir las más fuertes predisposiciones y estampar su propio tipo en una gran naturaleza por una revolución tan instantánea como permanente.
La personalidad de Pablo era tan fuerte y original, que de cualquier hombre se hubiera esperado, menos de él, un cambio tan completo; pero desde el momento en que tuvo contacto con Cristo quedó tan dominado por su influencia que por todo el resto de su vida su deseo dominante fue el de ser un mero eco y reflexión de Aquel para el mundo. Pero si el cristianismo demostró su fuerza por la tan completa conquista que hizo de Pablo, no demostró menos su valor en la clase de hombre que de él hizo, cuando Pablo se entregó a su influencia.
Satisfizo las necesidades de una naturaleza peculiarmente hambrienta, y nunca, hasta el fin de su vida, reveló en lo más mínimo que esta satisfacción hubiese disminuido. Su constitución original estaba compuesta de materiales; finos: pero el Espíritu de Cristo, pasando a ellos, los levantó a un grado de excelencia del todo sin igual. Ni a él mismo ni a otros le fue dudoso que la influencia de Cristo le hiciera lo que él fue. El verdadero lema de su vida sería su propia frase: "y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí". En verdad, Cristo fue tan perfectamente formado en  él que podemos estudiar el  carácter de Cristo en el suyo; y los principiantes tal vez pueden aprender mucho más de Cristo por el estudio de la vida de Pablo que por la de Jesús. Había en Cristo mismo una concurrencia tal de todas las excelencias que impidió que su grandeza fuera vislumbrada por el principiante a la manera como por la perfección misma de las pinturas de Rafael quedan decepcionados los ojos sin educación cuando las ven.
En Pablo, en cambio, unos pocos de los más grandes elementos del carácter cristiano estuvieron expuestos con tan clara determinación que ninguno puede dudar de su existencia, así como las características más prominentes de las pinturas de Rubens pueden ser apreciadas por cualquier espectador.

El pensador del cristianismo

En segundo lugar, el cristianismo obtuvo en Pablo un gran pensador. Por el momento esto era especialmente lo que necesitaba. Cristo había partido del mundo, y aquellos a quienes dejó para que le representaran eran pescadores sin instrucción, y la mayor parte sin ninguna notabilidad intelectual.
En un sentido, este hecho demuestra una gloria peculiar del cristianismo, porque prueba que no debe el lugar que tiene como una de las grandes influencias del mundo a las habilidades de sus representantes humanos: no por fuerza, ni por poder, sino por el Espíritu de Dios se estableció el cristianismo en la tierra. Sin embargo, si miramos al pasado, claramente podemos ver cuán esencial era que un apóstol de educación y carácter diferentes se levantara.
Cristo una vez por todas había manifestado la gloria del Padre y había completado su obra expiatoria. Pero esto no era suficiente. Era necesario que el objeto de su venida se explicara al mundo. ¿Quién era el que había estado aquí? ¿Qué fue lo que precisamente hizo? A estas preguntas los primeros apóstoles podían contestar con respuestas breves y populares; pero ninguno de ellos tenía el alcance intelectual o la disciplina mental necesarios para responder satisfactoriamente al mundo de las inteligencias. Felizmente no es esencial a la salvación poder contestar a tales cuestiones con exactitud científica.
Hay muchos que conocen y creen que Jesús fue el Hijo de Dios y murió para la remisión de los pecados, y que confiando en Él como en su Salvador son purificados por la fe, pero que no podrían explicar estas afirmaciones sin caer en equívocos en casi cada frase.
Sin embargo, si el cristianismo había de hacer una conquista tanto moral como intelectual del mundo, era necesario para la iglesia haberse explicado exactamente la completa gloría de su Señor y el significado de su obra salvadora.
Por supuesto, Jesús había tenido en su mente una comprensión tanto de lo que fue como de lo que hizo, tan clara como la luz del sol. Pero era uno de los aspectos más patéticos de su ministerio terrestre el hecho de que no podía declarar toda su mente a sus seguidores. Ellos no eran capaces de llevarla; eran demasiado rudos y limitados para entenderla. Jesús tenía que llevarse del mundo sus más profundos pensamientos sin haberlos expresado, confiando con una fe sublime en que el Espíritu Santo guiaría su iglesia en el curso de su desarrollo subsiguiente. Aun lo que Él expresó fue entendido muy imperfectamente. Había una inteligencia, es cierto, en el círculo original de los apóstoles, de las más bellas cualidades y capaz de remontarse a las mayores alturas de la especulación.
Las palabras de Cristo penetraron en la mente de Juan, y, después de haber quedado en ella por medio siglo, aparecieron y crecieron en las admirables formas en que las heredamos en su Evangelio y Epístolas. Pero aun la mente de Juan no era apropiada a las exigencias de la iglesia; era demasiado fina, mística y rara. Sus pensamientos son aún hoy día la posesión especial de las inteligencias más ilustradas y espirituales. Se necesitaba de un hombre de pensamientos más vastos y más sólidos, que bosquejara el primer contorno de las doctrinas cristianas; y tal hombre se encontró en Pablo.

Pablo fue un gran pensador por naturaleza. Su inteligencia fue de extensión y fuerza majestuosas; trabajaba sin descansar; nunca fue capaz de abandonar un asunto que tuviera entre manos, sino cuando lo había perseguido hasta sus primeras causas, y cuando había vuelto de nuevo a demostrar todas sus consecuencias. No le era bastante saber que Cristo fue Hijo de Dios; tenía que descomponer este hecho en sus elementos y entender precisamente lo que significaba.
No le bastaba creer que Cristo murió por los pecadores; necesitaba más; tenía que investigar por qué fue necesario que lo hiciera así y cómo su muerte los lavó. Pero no solamente poseía este poder especulativo por naturaleza, sino que su talento fue desarrollado por la educación. Los demás apóstoles eran hombres iliteratos, pero él reunía los más completos adelantos de la época.
En la escuela rabínica aprendió la manera de arreglar, afirmar, y defender sus ideas. Tenemos la prueba de todo esto en sus epístolas, que contienen la explicación mejor que el mundo posee del cristianismo.
El verdadero modo de verlas es considerarlas como la confianza en las enseñanzas propias de Cristo. Ellas contienen los pensamientos que Cristo no expresó cuando estuvo en la tierra. Por supuesto, Jesús las hubiera expresado de una manera diferente y mucho mejor. Los pensamientos de Pablo en todo tienen el colorido de sus propias peculiaridades mentales; pero en sustancia son los mismos que los de Cristo, si Él los hubiera expresado.

Hubo especialmente un gran asunto que Cristo tenía que dejar sin explicación: su muerte. Él no podía explicarlo antes de que sucediera.
Este fue el tema principal del pensamiento de Pablo: enseñar por qué la muerte de Cristo fue necesaria y cuáles fueron sus Benditos resultados.
Pero en realidad no hay ningún aspecto de la vida de Cristo que no fuera penetrado por su mente infatigable e investigadora. Sus trece epístolas, cuando están arregladas en orden cronológico, demuestran que su mente de continuo penetraba más y más en lo profundo del asunto.
Los progresos de sus pensamientos fueron determinados en parte por los progresos naturales de su propia experiencia en el conocimiento de Cristo, porque siempre escribió de su propia experiencia; y en parte por las varias formas de error con las cuales tenía que encontrarse constantemente. Estas vinieron a ser medios providenciales para estimular y desarrollar su comprensión de la verdad; así como en la iglesia cristiana la aparición del error ha sido el medio de excitar las más claras afirmaciones de doctrina.
Sin embargo, el impulso gobernante de su pensamiento como de su vida siempre fue Cristo; y fue su devoción eterna a este inagotable tema lo que le constituyó en el gran pensador del cristianismo.

En tercer lugar, el cristianismo obtuvo en Pablo al misionero a los gentiles. Es raro encontrar unido el más alto poder especulativo con la mayor actividad práctica; pero en él estuvieron unidas ambas cosas.
No solamente fue el pensador más grande de la iglesia, sino el obrero más infatigable que ésta haya poseído. Hemos considerado la tarea especulativa que le aguardaba cuando se unió con la comunidad de los cristianos. Pero hubo una tarea práctica no menos estupenda que también le aguardaba. Esta fue la evangelización del mundo gentil.
Uno de los grandes objetos de la venida de Cristo fue romper el muro de separación entre judíos y gentiles y hacer las Bendiciones de salvación propiedad de todos los hombres sin distinción de raza o idioma. Pero no le fue permitido llevar este cambio a la realización práctica.
Fue una de las extrañas restricciones de su vida terrestre, el ser enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Fácilmente puede imaginarse cuánto congenió dicha tarea con su corazón intensamente humano, para llevar el evangelio más allá de los límites de Palestina y proclamarlo de nación en nación. Pero él fue quitado en la mitad de sus días, y tenía que dejar la tarea para sus seguidores.

Antes de la aparición de Pablo en la escena, la ejecución de dicha obra había ya comenzado.
Se habían disipado parcialmente las preocupaciones de los judíos, el carácter universal del cristianismo en cierto grado había quedado establecido, y Pedro había dado acceso a los primeros gentiles en la iglesia por el bautismo.
Pero ninguno de los primeros apóstoles se había colocado a la altura de la emergencia. Ninguno de ellos pudo comprender la idea de una igualdad perfecta de judío y gentil, y aplicarla a todas las consecuencias prácticas; y ninguno de ellos tenía la combinación de dones necesaria para aventurarse en la conversión del mundo gentil en grande escala.
Ellos fueron pescadores de Galilea, bastante aptos para enseñar y predicar dentro de los límites de Palestina; pero más allá de Palestina estaba el gran mundo de Grecia y Roma; el mundo de grandes poblaciones, de poder y cultura, de placeres y ocupaciones. Se necesitaba un hombre de ilimitadas aptitudes, de educación, de inmensa simpatía humana, para ir allá con el mensaje del evangelio.
Un hombre que no solamente fuera un judío a los judíos, sino un griego a los griegos, un romano a los romanos, un bárbaro a los bárbaros; un hombre que no solamente se encontrara con rabíes en sus sinagogas, sino con orgullosos magistrados en sus cortes y con filósofos en sus centros de educación; un hombre atrevido, que viajara por tierra y por mar, que demostrara su presencia de ánimo en todas circunstancias y que no se acobardara por dificultad alguna.
Ningún hombre de talla semejante perteneció al círculo de los primeros apóstoles, pero el cristianismo necesitaba uno de tales condiciones y lo encontró en Pablo.
Originalmente apegado de un modo más estricto que cualquier otro de los apóstoles a las peculiaridades y prevenciones del exclusivismo judaico, apartó su camino del matorral de estas distinciones, aceptó la igualdad de todos los hombres en Cristo, y aplicó inflexiblemente ese principio en todos sus fines.
Dio su corazón a la misión entre los gentiles, y la historia de su vida es la historia de cuan sincero fue en su vocación.
Nunca hubo tal sencillez de atención y tal entereza de alma. Nunca hubo energía tan incansable y sobrehumana.
Nunca hubo tal acumulación de dificultades tan victoriosamente dominadas, ni de sufrimientos, motivados por la defensa de causa alguna, tan alegremente sobrellevados.
En él estaba Jesucristo para evangelizar al mundo, haciendo uso de sus manos y de sus pies, de su lengua, su cerebro, y su corazón, para hacer la obra que no le había sido posible hacer personalmente a causa de los límites de la misión que tenía que cumplir.

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